Tuesday, December 29, 2009

Agustín y el jazz
La primera vez que supe del jazz ocurrió en las duchas del Biguá, cuando tenía apenas seis años.
En aquellos tiempos las duchas del Biguá eran un terreno inexplorado; inconcientemente, sin tener ideas fijas sobre psicoanálisis ni nada que se le pareciera, sentía aquello como un lugar
lleno de intensidades, donde habitaba algún tipo de amenaza primigenia, como si fuera una cueva que tuviera más de Cthulu que de Altamira. Aquello era un lugar salvaje, en el cual yo parecía un antropólogo sobreviviente de un accidente aéreo o un naufragio, mientras todos los niños se desenvolvían con una tranquilidad aborigen que no dejaba de sorprenderme. La desnudez fue algo que siempre me incomodó desde edad temprana, y ver todos aquellos niños desnudos, con sus brazos sueltos, sin toallas, meando contra la canaleta por el cambio de térmico que generaba la ducha humeante en sus cuerpos, persiguiéndose, tirándose champú, con sus pies descalzos sobre la superficie ranurada del suelo, a punto de patinarse, a punte de encarnársele una uña, a
punto de quemarse con el agua caliente que dejaban abierta como si fueran un geiser invertido, me parecía algo que limitaba entre el miedo y el asco. Y también estaban los viejos, los niños judíos cuyo pene no entendía, los funcionarios que chequeaban como un celador de una cárcel subterránea que todos nos ducháramos a su debido tiempo. Algo así como un torturador benévolo, sólo que no sabía ponerle palabras. Lo único que pensaba eran en unas imágenes de Saltoncito, un sapo que lo metían en cana, unos sapos gordos dibujados en carbonilla que agitaban su llavero medieval en forma de aro con particular malicia. Lo impactante de Saltoncito era que, más allá de la historia, el retrato del animal estaba muy parcialmente antropomorfizado. Era un sapo erecto. Nada más. Un sapo erecto con ropa, pero su cara era efectivamente eso: un sapo, dos ojos negros de sapo, una boca de sapo, piel de sapo, la lengua pronta para salir como la de cualquier sapo a punto de atrapar una mosca. Casi parecía que fueran sapos diseccionados y vestidos, con esa extraña sensación de vida adornando la muerte (o muerte adornando la vida), esa bijouterie mortuoria de las fotos de los rituales de la muerte niña en México. Así veía a los
funcionarios: sapos vestidos de azul marino, con un Mario, un Raúl escritos en mayúsculas sobre el corazón. Yo me las ingeniaba para ducharme con short de baño, generalmente limitándome a colocar la cabeza debajo del chorro.Pero el terror no terminaba ahí, empinada, húmeda y atestada estaba la escalera que conducía a las piscinas. Ahí sucedía de todo, chicos que se golpeaban, que se daban chicotazos con la toalla, un niño que una vez se calló y se le abrió, como una media de red enganchada, un trozo de piel del tobillo. Los niños se apisonaban contra pared como madres en la sección de buzos de niños en las ferias americanas y en el momento en que aparecía el profesor y daba la orden, todos se abalanzaban hacia afuera.Era muy extraño el Biguá. En mi colegio era un niño hiperactivo, que le gustaba jugar a la mancha-escondida, leer, inventar cuentos, que coleccionaba Basuritas y que no tenía ningún problema para hacerse amigos. En el Biguá, desde que entraba al vestuario, nunca llegaba a sentirme cómodo. Pero era una incomodidad que no provenía de un miedo a los otros, sino de un miedo a mí mismo. Estaba a punto de cagarlos a palos, y no sabía por qué. Fue en el Biguá donde le saque mi primer y único diente de un piñazo a una persona (diente-e-leche, no sigo explicando porque este post se va a parecer a la conocida canción del Sabalero). Fue en el Biguá también donde manché de sangre un casillero al darle una piña en la nariz a un niño dos años mayor que decía que mi padre era un bichicome (a esos seis años fue el momento en donde mi padre me aleccionó que debo pegar, sólo y sólo si me pegan primero). Y fue también en el Biguá en donde a mis diecisiete años humillé a golpes a un tipo en medio de una estúpida pelea de Basketball (dos años más tarde me enteré de su muerte un accidente solo concebido por Darío Argento, aunque después descubrí que el que lo había sufrido había sido su hermano).Ya en la superficie, por más cloro que hubiera en el ambiente, la piscina partía del mismo asco y miedo de las duchas. Era casi como si lo que pasaba en las duchas fuese un arroyo que desembocaba en el mismo río. De hecho, nunca me gustó nadar en la piscina. Incluso ahora. Es algo que me lo reprocha un montón de gente, pero aún siendo socio vitalicio de ese club, nunca me atrajo meterme en ese pequeño lago de cloro para hacer unas piletas. Cuando hacía crawl abría los ojos debajo del agua y pensaba que mi sombra proyectada sobre el fondo era un pequeño tiburón que se mimetizaba con todos mis movimientos. Sabía que aquello era absurdo, pero igual persistía aquella noción. De hecho, mentiría si dijera que no hay restos de ese miedo originario cada vez que nado solo en una piscina (sobre todo en las grandes). Precisamente, una de las pocas cosas que me gustaba hacer (también, una de las pocas en las que era realmente bueno) era zambullirme en clavado y tocar el fondo de la piscina. Podía estar mucho tiempo debajo y en competencias entre amigos era el primero en encontrar llaves, piedras, o pulseras arrojadas por nosotros mismos. Creo que ese gusto venía en el enfrentamiento con mi propio terror, descubrir que en el fondo no había nada más que mi sombra.
También hay una imagen recurrente que por alguna razón se ha repetido en varios encuentros con mi psicólogo. El resto de mis compañeros cubo y yo escuchando las observaciones e instrucciones del profesor. Luego de escucharla, todos yendo corriendo a agarrar nuestras tablitas azules, una apelmazada arriba de la otra como si fuesen muchos pisos de una torta de novios a punto de colapsar. Ahí recuerdo haber sacado una tabla y encontrar un mosquito aplastado entre dos de ellas. La imagen del mosquito me generó una especie de extraña arcada que sigue atragantada hasta ahora en mi garganta. ¿Qué significaba, qué producía esa imagen del mosquito?Pero fue en las catacumbas vaporosas de las duchas donde me di por primera vez con el jazz. Mi padre me iba a acompañar al solarium del Biguá. El solarium era un mundo
completamente diferente, y la idea de ir ahí con mi padre –probablemente me encontraría ahí con mis primas, pero ahora no me acuerdo- me resultaba tremendamente agradable. Fue mientras que me bañaba que vi un desodorante que salía de su necessaire. Era una cápsula blanca, pequeña, con los bordes redondeados. En su parte delantera tenía escrito Jazz con letras negras. La J era una especie de clave de sol. Las dos zetas eran sugerentes, como dos patitos mirando hacia la izquierda, más dinámicas que las letras que se escapan de la boca de los personajes de dibujitos animados mientras duermen. El olor del desodorante roll on era algo diferente de todo lo que hubiera olido antes. Olía fresco, como a mar pero sin esa esencia pútrida a pescados muertos. Olía algo así como “The Beach” (para los que ven Seinfeld, la idea de perfume que Calvin Klein le roba a Kramer). En el dorso decía estaban escritas un montón de cosas que no entendía. "Pour homme", cosas así. Lo único que pude comprender de todo eso fue un “Made in France”, que era como el Made in China omnipresente en todos los muñecos que conocía, por lo que suponía que estaba hecho en otro país, posiblemente en Francia. Mi padre me lo confirmó, y puede ser que también aquella experiencia haya sido la primera vez que conocí a Francia. El país ya lo conocía, pero era la primera vez que, como leyendo una botella con un mensaje adentro, sabía algo que me importaba de aquel país. Porque aquel desodorante fue algo así como un talismán, algo que permitía por primera vez sostener una estructura que parecía tragar a todo. Era algo así como una cápsula, una linterna blanca que alumbraba el interior de la caverna. Muchos pensarán que todo esto que digo es un completo divague –y en algún punto
posiblemente tengan razón- pero, vaya uno a saber por qué, aquel trozo de plástico fue algo inexplicablemente crucial en mi vida. Casi ipso facto me hice fanático de Francia, una
Francia que todavía no tenía a sus Oliveiras y Magas caminando por París, a sus Deleuzes, Foucalts y Lacans dando clases en universidades y en la calle, a sus Debords planeando secuestrar a Chaplin, a Brels demostrando hasta donde llega el límite de lo posible en una performance, a Montmartres empinados, a los mafiosos envueltos en sobretodo en Rififi, a Zidanes dejando en ridículo a un cuadro entero de brasileros, a Godards filmando a Sebergs, pidiéndole que hagan las cosas que le gusta.El otro día andaba escribiendo esto y releyendo el increíble diario de filmación de Fitzcarraldo escrito por Werner Herzog (un material de lectura que, me atrevo a decir, es mejor que la misma película), me sorprendo al encontrar entre mi anécdota y un relato de infancia del director un curioso isomorfismo:“Me acuerdo de haber experimentado de chico en Sachrang un estremecimiento parecido cuando encontré en l arroyo cerca de la cascada un pedazo deshilachado de plástico azul luminoso que había llegado flotando y que había quedado atrapado entre las ramas de un arbusto. Nunca había visto algo así hasta entonces, y me lo guardé en secreto durante semanas, lo desgusté, encontré que era levemente elástico, lleno de sorpresas. Recién semanas más tarde, cuando ya me había obsesionado con eso hasta el hartazgo, lo mostré (…) ¿De dónde venía entonces? ¿Había sido arrastrado por el vinto de las montañas? No lo sabía, pero le di un nombre, ya no sé cuál. Lo que sí sé es que sonaba muy bien y era muy secreto, y muchas veces desde entonces me rompí la cabeza preguntándome por ese nombre, esa palabra. Daría mucho por saberlo, pero ya no lo sé, tampoco tengo ya el suave pedazo de plástico lavado, y no tener ninguna de las dos cosas me hace hoy más pobre de lo que era de chico”.
Esa palabra, justamente en mi caso, la sigo conociendo:
Es Jazz.


Miento. La primera vez que me enfrenté al jazz no fue a mis cinco años, sino a los tres, quizás a los dos, pero todavía no sabía leer ni tenía una idea muy particular de lo que era la música, mucho menos tal género.El asunto de los mayores, más bien, el asunto de los seres humanos me traía sin mucho cuidado. Todo lo que era, lo que significaba el amor, la muerte, la venganza, la riqueza, la pobreza, la belleza, la fealdad, el triunfo y la derrota lo aprendí, en primera instancia, por medio de una serie de dibujitos llamados Silly Symphonies. Creadas por Walt Disney en 1929, las Silly Symphonies eran un producto de su época, dibujitos cortos fascinados por las facultades que ofrecía el Techincolor y el audio, el movimiento y las transformaciones, en un mundo mágico donde la imagen se sometía al sonido. De hecho, los cortos de Silly Symphonies te demostraban que todo tenía un sonido, o más bien que todo era musical, no sólo un baile, o un desfile, sino un porrazo, un guiño, un olvido, una idea. Cada costilla del cuerpo sonaba como una nota distinta, todo el mundo estaba pentagramado, y cada movimiento, cada acción, sentimiento o acontecer se dibujaba y reproducía sobre aquel lienzo. En una perfecta sinestesia, un cerdito se caía y al impactar en el suelo con el culo emergía un corto sonido de tuba. Si un diablo se enojaba se escuchaba un violonchelo siendo raspado con un arco hiperactivo hasta el límite de sus cuerdas. Y cuando alguien se enamoraba, al mundo se infiltraban miles violines. A ver si me explico, la particularidad de Silly Symphonies era que esos violines no eran una mera orquestación de una escena, sino la expresión viviente de ese mundo, tal como si fuera una secreción, o uno de los ruidos que emite un cuerpo vivo. Sentimiento, efecto y sonido coinciden en el mismo corte de absisas y ordenadas. Las Silly Symphonies no fueron sólo el sitio donde Walt Disney comenzó a ensayar su imperio, sino también una sala de laboratorios donde el caricaturista y sus compañeros encontraron un terreno donde poder plasmar de manera más libre y caprichosa todas sus ideas. Mientras que el estreno de Blanca Nieves marcaba la llegada del largometraje, y con él, un nuevo enfoque de la anatomía y movimientos del dibujito hacia un acto mimético con la realidad, en las Silly Symphonies gobernaba esa pulsión al menos estéticamente transgresora de no juzgar a sus personajes y sus historias por su parecido a lo cotidiano, sino por los interjuegos maquínicos que podían realizar, su completa inmanencia de movimientos y transformaciones. Silly Symphonies es el antiguo testamento (con su violencia, sus venganzas, sus monstruos, sus trampas); lo que vino después, el nuevo testamento (personajes más coherentes, guiados por principios, un guión interno coherente y plausible, un Dios entero y perfecto que gobierna desde el mas allá con amor, no con venganza). El mayor exponente de esta declaración de principios no proviene propiamente de Disney, sino de Paramount, con Betty Boop, un dibujito que, antes de convertirse en un ícono trendy omnipresente en un montón de carteritas de liceales, era un personaje completamente transgresor, con una sensualidad vigente, pero más que nada, perteneciente a un mundo psicodélico avant la lettre. Los automóviles caminaban con sus ruedas, se estiraban, los personajes tomaban a sus piernas por arcos de flecha, estornudaban y largaban mocos que se convertían en minúsculos constructores. Una ontogénesis sonámbula y constante. Disney, siendo un hombre más políticamente correcto de lo que le hubiera convenido –quizás al menos en términos artísticos- nunca llegó a tal nivel –quizás ni siquiera al de los primeros dibujos de la Warner- pero su punto de mayor cercanía (y posiblemente más estilizado que todos los otros) lo logró por medio de las Silly Symphonies. No es sorpresa que el Pato Donald (personaje harto más interesante que Mickey Mouse, ese personaje que progresivamente fue perdiendo toda su personalidad, hasta volverse el eunuco moralista y tibiamente simpático que es hoy) apareciera por primera vez ahí, como un vago que fingía enfermedad para no cuidar a unos patitos en The Wise little Hen.
La primer película que vi en mi vida –o, por lo menos, la que mis padres y yo recordamos- fue, precisamente, Flowers and trees, film al que yo había bautizado como El árbol malo. La historia es la de dos árboles que se aman, que en medio de la primavera se regalan flores –las cuales se ofrecen con todo gusto, haciendo patente esa lógica espiritualista o panteísta-, pero cuyo amor es interrumpido por los celos de un árbol seco y podrido. La imagen del árbol realmente daba miedo, su cabeza estaba coronada por ramas puntiagudas, de su boca árida y negra salía una lengua que era una especie de salamandra moribunda. El árbol rapta a la mujer árbol
(extrañamente, recuerdo que dicha escena me generaba una extraña excitación), pero es derrotado por su fiel enamorado. Sin embargo, el mal todavía no está vencido, y el árbol decide prender fuego al bosque. Las llamas se extienden e invaden el terreno (son precisamente eso, invasores, legionarios antropomorfizados que comienzan a atacar por varios flancos). Las
margaritas actúan como regaderas, los pájaros cargan agua en sus nidos cuales helicópteros bomberos, pero nada sirve. Es así que en un determinado momento, las aves se unen, suben bien alto y se lanzan en picada haciéndole un agujero a las nubes. La lluvia se desata y el fuego comienza a ser asesinado, llama por llama. El mismo árbol malo sucumbe ante las mismas llamas de su odio. Lo que se encuentra de él es un despojo. Ahora es simplemente un tronco en cenizas, un árbol muerto. Todo registro humano que podía vérsele casi a desaparecido. Casi por así decirlo, se convierte en la única cosa inanimada que aparece en todo el corto. El árbol bueno
corteja a su amada y le propone casamiento. Todo el bosque, renacido entre sus cenizas celebra el desposamiento. Esa última parte poco me importaba, yo sólo quería repetir, una y otra vez, ad infinitum, la parte en que el árbol se consumía por el fuego. Como una advertencia que me asustaba y fascinaba.


Pero la música de Flowers and trees es netamente clásica. Es en Music Land donde aparecería el jazz, no como banda de sonido, sino como tema, incluso como personaje. Luego de haber vuelto a ver casi obsesivamente todos los dibujitos de Flowers and trees, puedo afirmar que Music Land es el corto mejor logrado de las Silly Symphonies (aun sin haber recibido ninguna
estatuilla de la Academia, a diferencia de otras seis películas de la serie). El cortometraje trata sobre dos reinos, la tierra de la música clásica y la isla de jazz, dos islas enfrentadas y separadas por el mar de la discordia. Los habitantes de estos mundos son instrumentos, y todo lo que dicen lo realizan por sus propios sonidos (uno de los grandes méritos de Wilfred Jacskon –director del film- es realmente convertir a aquel sonido en un verdadero lenguaje, por momentos llegándonos a olvidar que no están pronunciando palabra alguna). La cuestión es que el príncipe de la Isla del jazz -un saxofón alto- se enamora de la princesa de la Tierra de la Sinfonía, una violín custodiada por su madre violoncello. A hurtadillas concertan un encuentro en tierra de la princesa, pero el saxofón es descubierto por la madre y capturado en una cárcel-metrónomo. En la cárcel, el saxofón escribe una carta/partitura a su padre, y se la envía por paloma mensajera. Cuando el padre se entera de la noticia se da a lugar una de las mejores escenas jamás resumidas en
dibujitos: una batalla entre los dos mundos, con saxos, clarinetes y flautas disparando notas desde la isla de jazz, y con la tierra de la sinfonía descargando La marcha de las Valkirias, como si fuera una escuadra nazi lanzando todo su arsenal de misiles sobre Londres. Pero el saxofón al ver que su violín amada, tras agitar una bandera blanca se hunde en su barco, se escapa de la prisión e intenta ir a su socorro, terminando naufragando. Los dos jerarcas de los respectivos reinos acuden a la ayuda de sus hijos y ahí, enfrentándose, terminan por descubrirse y
enamorarse. La película termina con una fiesta celebrada en un puente que une los dos mundos, sonando la novena sinfonía de Beethoven reversionada con algunos arreglos de jazz estilo Dixie Land.Music Land dice muchísimas cosas más sobre el jazz que muchos libros o
documentales especializados en el género. Primero, señala la histórica división entre jazz y música clásica, o para ser más concretos, música negra y música blanca-occidental. No dos estilos, sino dos paradigmas, dos formas de ser y sentir. No sólo señala esta oposición, sino que marca lo que inevitablemente terminaría por suceder no mucho tiempo después: los acoplamientos novedosos entre los dos mundos, algo que se fue dando, no sólo en la incorporación al jazz de instrumentos como el cuerno francés, o el mismo violín, sino en una misma forma de componer y pensar la música. Precisamente, a partir de los treinta, los músicos salvajes, insubordinados, más guiados por el arco reflejo del swing que por la planificación cerebral, comienzan a componer y a incorporar elementos de la música clásica. Precisamente
este matrimonio (tal como sucede en el corto), se puede ver en músicos como Charles Mingus, que tenían arreglos tendientes a grados cada vez más elevados de abstracción, aún conservando el swing. Precisamente, quien oficia de cura en el matrimonio entre el saxofón alto y tenor y la violoncelo y la violín, es, precisamente, un contrabajo, el único instrumento amplia e inicialmente compartido por los dos géneros.Posiblemente uno de los detalles más perfectos de la película es la cárcel-metrónomo en donde se intenta confinar al saxofón. El jazz se ha caracterizado, no por ser una música plenamente individual (más allá de la alternante cantidad de solos, la comunicación entre los músicos a modo de jam siempre termina siendo fundamental), pero sí por el papel que tiene en su inmanencia, en su capacidad autopoiética y constantemente productiva, lejos de fines o trascendencia. En la música clásica, más allá de la complejidad y riesgo de la composición –cada vez apuntando a mayores grados de abstracción- lo individual siempre se encajona en la cárcel de cinco barrotes del pentagrama. Casi por así decirlo, es el más cristiano de todos los géneros
musicales, con la pluma de un maestro que termina siendo la mano de Dios. En el jazz, por el contrario, los comienzos y fines están pautados por el swing, por la producción e intercambio de flujos entre sus integrantes. La canción puede durar minutos, horas, años, y podrá seguir así, salteándose codas, hasta que los dedos de los músicos se pulvericen, hasta que los pulmones de los sopladores secompriman hasta convertirse en una pasa de uva. En Lo liso y lo estriado, Deleuze y Guattari escriben: “volviendo a la oposición simple, lo estriado es lo que entrecruza fijos y variables, lo que ordena y hace que sucedan cosas distintas, lo que organiza las líneas melódicas horizontales y los planos armónicos verticales. Lo liso es la variación continua, es el desarrollo continuo de la forma, es la fusión de la armonía y de la melodía en beneficio de una liberación de valores propiamente rítmicos, el puro trazado de una diagonal a través de la vertical y la horizontal”.
Es algo que llama la atención el hecho de que justamente haya sido en instrumentos tan limitados y estratificados como los aerófonos (la mayoría de ellos no pueden combinar notas, sólo pueden encadenarlas, formar armonías, no pueden formar acordes, y las mismas son limitadas al número de permutaciones que ofrece el objeto –a diferencia de instrumentos sin trastes como el violín o el cello, donde al no haber trastes el rango expresivo es muchísimo mayor) donde se haya encontrado la vía regia (¿via crucis?) para escapar a la mano invisible del orden.
Pero la respuesta no sólo se encuentra en la música, sino en sus ejecutores. El saxofón alto termina escapándose de la cárcel, tal como lo hicieron muchísimos músicos (aun cuando en aquel escape estuviese su vida en juego). Creo que lo fundamental de Music Land no es el hecho de la música en sí, sino la representación que Estados Unidos y el mundo tenían del jazz. Hoy en día cuesta imaginarse cómo esa música de La isla del jazz que nos resulta tan simpática podía ser considerada por algunos algo escandaloso, una aberración, un atentado a las buenas costumbres, el fin de la civilización. Antes de que Elvis convirtiera a su pelvis en una máquina de guerra, antes de que la gente se escandalizara por los cerquillos de los Beatles, antes incluso que Jerry Lee Lewis se parara sobre un piano en llamas –literalmente hablando- reformulando los antiguos mandamientos de lo que se podía o no podía hacer en un escenario, había un montón de negros tocando en húmedos cabarets, picándose y creando la música del Apocalipsis, una música que curiosamente hoy se utilizaría como cortina musical de una comedia liviana de Woody Allen. Porque la isla del jazz es todo menos un reino, es un burdel sonámbulo donde nunca se para de bailar, donde mujeres-ukulele se ofrecen a ser tocadas por su magnánimo, un Sodoma y Gomorra en versión PG (no le podíamos pedir tanto al pobre Walt). Desde que me interesó el jazz, siempre me habían seducido las crudas biografías de algunos de sus intérpretes, como la corta vida de Charlie Parker (convertido ingenuamente en adicto a la marihuana por Julio Cortázar en El perseguidor –al parecer el gigante barbudo estaba poco informado sobre el uso y efectos de ciertas drogas), o el periplo heroinómano de John Coltrane (adicción suplantada por la religión, algo así como el cambio de una sustancia por otra). Sin embargo, conforme fui escuchando más jazz, comencé a darme cuenta de lo realmente grave que era el asunto. A Parker y Coltrane se agrega una lista interminable de muertos tempranos que haría sonrojar a los más mórbidos fetichistas del grunge. Muertos como Wardell Gray (encontrado con el cuello roto en el medio del desierto de Nevada, asesinato que nunca pudo ser resuelto); muertos como Bessie Smith (que tras un accidente automovilístico no pudo encontrar a tiempo un hospital que admitieran negros, muriéndose desangrada en el trayecto); muertos como Eric Dolphy (el brillante flautista y clarinetista de Coltrane murió por una mala praxis medica, al desplomarse en escenario y creer los tratantes que, por ser jazzero -y negro-, debía haberse pasado de droga, dejándolo sin tratamiento, cuando en realidad había tenido un coma diabético); o muertos como el ya por entonces desdentado Chet Baker (que había perdido unas cuantas teclas en varias peleas con dealers), que fue arrojado desde la ventana de su apartamento de hotel en un crimen tampoco develado; o muertos Albert Ayler, quien desapareció por veinte días, siendo encontrado flotando en el East River, dejándonos a sus treinta y cuatro años de brillantez el misterio de qué habría pasado con una de las trompetas más caóticas y enigmáticas que dio la música; o Lester Young, que aún haciendo música, pasó sus últimos días catatónicamente mirando un rincón de su cuarto; o James Reese Europe, muerto en 1919 por una puñalada de un propio integrante de banda; o Lee Morgan, asesinado en pleno show (para que los fans de Pantera vean que no están solos) por un disparo efectuado a manosde una novia despechada.

Uno intenta, pero no puede. La idea de concebir a la música como algo en sí, autojustificado y libre de las condiciones de subjetividad que lo producen es casi imposible. Cómo ciertas canciones hacían revolcar y franelearse a un montón de negros (y blancas flappers metidas a escondidas en clubes vedados para mujeres de su raza), medir la marcas de agua que quedó desde aquello al booty sweat de alguna boriqua agitando sus nalgas sobre la carpa de algún rapero con dientes de platino, me hace pensar en qué podrá ir más allá en el futuro, qué podrá ser más salvaje o erótico. The shape of the excess to come. Posiblemente la respuesta serán canciones y bailes cada vez más redundantes en cuanto a lo sexual (futuros estribillos de raperos, o una mutación imprevisible del género con otro cantando un estribillo como “I love to fuck yo’ cunt with my dick”) o temas violentos que dejarán de ser tales para ser suplantados por ondas de baja frecuencia que generan cefaleas o aneurismas instantáneas. Música que en un futuro hará de Napalm Death algo de lo más natural y desapercibido en la intro de una película de un futuro Woodie Allen, música que se comenzará a parecer cada vez más al ideal cientificista Hitchcockiano: emociones generadas por sus artífices de formas cada vez más directas, desembocando en la utilización de sustancias y electrodos a modo de generar específicos efectos en la mente.
Pero a no engañarnos, toda esta búsqueda de extremos ya está trazada en el mismo jazz. Si hay algo que duele reconocer es que el jazz y la música clásica siempre han estado diez, quince años por delante del rock, el pop, o los demás géneros contemporáneos. Hay que saber que antes de The Velvet Underground estaba Ornette Coleman, que antes de NEU! estaba Stockhausen, que antes de los Electric Eels ya estaba Peter Brötzmann, que antes de cualquier banda progresiva ya habían circulado un montón de músicos como Stravinsky, etc. etc. etc.
Sí, pero antes de los Boredoms y el jazz más atonal también estaba Luigi Rusolo, y antes también estaba Busoni, y antes estaba fucking Thomas Edison, es decir, preocuparse de fechas es, razonablemente, algo más propio de un estadista oligofrénico de ESPN que de alguien que realmente intenta llegar a algo cuando piensa sobre música (aunque ese algo empiece y termine estrictamente en uno mismo). Incluso, separar al jazz del rock es algo bastante artificial, considerando la forma en que ellos provienen de un tronco común del blues y la forma en que se influyen y solapan.
Sin embargo, hay algo que puedo decir –algo completamente personal- y es que el jazz es posiblemente el género donde he encontrado emociones más fuertes en mi vida. Con Coleman Hawkins tenés baladas en las que el amor y lo venéreo se funden bajo una misma llama; tenés discos como Machinegun, del freejazzero teutón Peter Brötzman, en donde –valga la redundancia del título- uno sólo puede escuchar esa metralla disonante de vientos y percusiones como si fuese un soldado escapándose de una balacera tras una barricada. Uno escucha esos temas de jazz funcionales orientados a cibercafés y oficinistas (temas que están destinados a ser un murmullo, sub-escuchados, como esas canciones de Pimpinella en sinthes repetida en forma de mantra en algunos supermercados) y puede percibir la tristeza de un puñal convertido en pisapapeles. Un saxofón en esas situaciones debe sentir lo mismo. Su condición y comportamiento de saxofón está parcialmente escrita en su estructura, en el brillo de sus llaves, en la boquilla, en la oscuridad dorada y cavernosa del pabellón. El metal clama a gritos expedir violencia, o amor, o gemidos, o meramente ruido, pero no ese murmullo, esa canción sugar free, para empresario atareado, para madre stressada, que sale de los parlantes.
Esta idea del jazz como mejor catalizador de mis emociones es extraño porque las canciones de jazz no suelen generar un efecto tan indeleble como el pop, así como tampoco tiene un rango de popularidad en la actualidad que permita volverlo algo perfectamente compartible con el resto de los seres humanos (y el valor colectivo de la música es fundamental, incluso a la hora de las más cerradas autobiografías; todo aspecto biográfico es colectivo, y gran parte de la vida es “esa canción que estaban pasando cuando nosotros…”).
El ambiente de fanáticos de jazz es muy cerrado, y ciertamente yo tampoco voy a ser tan caradura como para sacarme chapa ahí. De hecho, el jazz no es una música que escuche tan seguido. Mi fascinación por el jazz es como la que uno siente frente a esas minas que se encuentra de vez en cuando, en las que siempre parece que se acaba de redescubrir el mundo en el instante de toparse con ella, pero que se las olvida tan paulatina como desafectadamente en los días siguientes. Posiblemente sea por ello que mi biblioteca jazzística se remita a diez o quince días de mi vida (cada uno de ellos muy separado del otro) en donde tras un paroxismo compulsivo me bajaba de Internet todo lo que encontraba, como los argentinos que saquearon aquel supermercado de coreanos en el 2001.

Desde mi primer contacto con aquel objeto blanco venido de otro mundo, siempre supe que había algo mágico alrededor de esa palabra. Con el tiempo la conocí en su sentido habitual, fuera de aquel marco puramente subjetivo. Sabía que era un género de música, pero siempre me colocaba a distancia, con un respeto similar al de saber que uno todavía no está preparado para determinada experiencia. La bandera a cuadros agitada desde la torre fue, nada más ni nada menos que Rayuela. Por aquel entonces era de aquellas personas que se creían un cronopio sin saber ni siquiera que significaba esa palabra. Lo único que sabía era que Cortázar tenía razón: por lo que decía, pero sobre todo por la forma apasionada en que decía. Sobre todo aquel capítulo 17: “(…) una nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes, de abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al oscuro fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los devuelve a un origen traicionado, les señala que quizás había otros caminos y que el que tomaron no era el único y no era el mejor, o que quizás había otros caminos y que el que tomaron era el mejor, pero que quizás había otros caminos dulces de caminar y que no los tomaron, o los tomaron a medias, y que un hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un hombre, más que un hombre porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa, y menos que un hombre porque de esa libertad ha hecho un juego estético o moral, un tablero de ajedrez donde se reserva ser el alfil o el caballo, una definición de libertad que se enseña en las escuelas, precisamente en las escuelas donde jamás se ha enseñado y jamás se enseñará el primer compás de un ragtime y la primera frase de un blues, etcétera, etcétera.”
A partir de ahí comencé a bajar uno por uno todos los músicos de jazz que aparecían desperdigados por aquella edición negra y compacta de Cátedra Letras Hispánicas, con el respeto de un judío releyendo el Torah, o como un gótico industrial guiándose por la lista de Nurse with wound. Más allá de lo que dice, más allá del disputable conocimiento de Cortázar sobre el jazz, más allá de Cortázar mismo en cuanto escritor, el rendez-vous estaba pautado desde antes, porque la única manera que podía reencontrarme con el jazz no era otro lugar que en París, el París de Berthé Trepat, el París frío, lluvioso, el París de la canadiense de Oliveira subida hasta el cuello, el Made in París que no sólo señalaba una manufactura, sino un origen, un lugar al que volver, re-volver, encontrarse o perderse.

El jazz puede entenderse como el drama fáustico, parricida, caníbal, del hombre enfrentándose a la forma. Es una tenelovela entera de personas intentando confrontar sus sentimientos con la forma, la forma con sus sentimientos, los sentimientos contra los sentimientos, la forma con la forma. Los jazzeros –los grandes jazzeros- tienen esa cuota por doble partida entre Sísifo e Icaro. El fin de la obra nunca se define, es un mero trampantojo, y una vez que uno llega a la cima se da cuenta de que es solo otro pico de una interminable cadena montañosa. Se ata la roca gigantesca a los brazos, a las mandíbulas, y sigue arrastrándola cuesta arriba. O si llega, si vuela hacia el sol, se le queman las alas antes de que pueda tocarlo. Entre todos estos mitos, ninguna historia funciona mejor como la de John Coltrane.
No me voy a poner a juntar citas biográficas, más o menos todo el que tenga algo de idea del jazz, sabe que estamos hablando de uno de los grandes popes. No voy a hablar sobre A love supreme, o My favourite things (uno de mis cinco temas favoritos de todos los tiempos). Tampoco voy a hablar de la heroína, ni de ese panteísmo, esa fe ciega que bañaba toda su obra.
De lo único que voy a hablar es de Naima, una canción originalmente publicada en Giant Steps (su primer gran trabajo, del cual vendrían muchísimos más).
Naima posiblemente sea una de las más bellas baladas de Coltrane. En el año de su composición (1960), Trane estaba todavía lejos (en madurez artística, no en años), de lo que serían las travesías freejazzeras de las que se convertiría uno de los más importantes embajadores del género (a partir de 1965, año que con Ascension parte las aguas de la música de su época). Naima es una bella canción que fue re inventada un montón de veces por muchísimos artistas. Decir esto sobre el jazz es algo ciertamente redundante, porque en el jazz toda autoría está en la ejecución, más que en su composición. Hay un lenguaje común, un palimpsesto donde cada músico escribe sobre lo ya escrito, toma, presta, se apropia y deja, uniéndose a una cadena de interpretaciones y reinterpretaciones que nunca termina de cerrarse. Si todo es plagio, todo es perpetuamente nuevo. Es en esta misma lógica que Naima nunca va a ser la misma Naima, por más que sea interpretada por el mismo músico (de ahí la frugalidad de discos de jazz en vivo: uno siempre está frente a un nuevo repertorio).
Una de las grandes particularidades de este fenómeno es comparar los dos discos grabados en el Village Vanguard por Coltrane. El primer Live at the village vanguard de Trane data de 1961. Por aquel entonces, el tenor se había cambiado al sello Impulse, compañía que le permitía un montón de libertades de las que no gozaba con Atlantic. Esos son los años de la incorporación de Eric Dolphy (genial clarinetista y flautista, uno de esos músicos consumidos tempranamente por su propio fuego) y el Africa/Brass (marcando los inicios del interés de Trane hacia la cultura africana e hindú). Aún así, como venía diciendo más arriba, todavía no iba a llegar a los delirios freejazzeros de los que sería partícipe. Sin embargo, los años pasan y para 1966 (un año antes de su muerte), el tipo está plenamente embarcado en esos demenciales viajes, en ese tornado domeñado que es el free. Ya tiene cambiado su staff. El único que queda de su formación es Jerry Garrison. Todos los demás son fletados. Elvin Jones por Rashied Alí y McCoy Tyner –uno de los tipos con más swing de la historia- por Alice Coltrane (esposa del jefe). Dolphy ya se había muerto e incorpora al saxo tenor a Pharoah Sanders, el pibe estrella, una de las mayores promesas del jazz de aquel momento.
Ese año Coltrane se presenta nuevamente en el Village Vanguard, resultando aquella tertulia en el quizás aún más famoso que el anterior Live at the Village Vanguard Again!. En aquel disco sólo figuran tres canciones, o más bien dos: Naima (de quince minutos) y My favourite things (de veinte minutos); (el tema que queda entre estas dos piezas es un solo de bajo de Garrison que oficia de intro para el título que cierra el disco).
Cuando uno escucha los dos temas no puede dejar de comparar las dos versiones de Naima, las dos Naimas. Las dos Naimas no son una misma canción, ni siquiera dos versiones de una misma canción. Son tan recíprocas, tan iguales y a la vez diferentes como dos hermanas. Un amigo me comentó hace un tiempo que un día se encontró con la hermana de quien una ex novia suya. No podía explicar bien lo que le sucedía, pero le sorprendía, con un estupor cercano al miedo, las similitudes que habían, no en lo físico, sino en cuanto a gestos, palabras, articulaciones, cambios de mirada, pequeños movimientos que compartían las dos hermanas. El miedo iba más allá de la similitud, incluso más allá de la posibilidad –y las ganas en tanto posibilidad- de cogerse a esa ex cuñada. No, iba por otro lado. Luego de conversarlo largo rato, el tipo me dijo que lo que le daba miedo era la similitud que había entre ellas, el miedo a confundirlas. Después de pensarlo un poco, le pregunté si el miedo no era en realidad, el hecho de descubrir que en realidad no eran una misma persona.
Precisamente, las similitudes, más que aunar, terminan señalando un patrón, pero con el los encajes, las costuras en donde empieza una cosa y termina otra. Es por eso que Naima 61’ y Naima 66’ son en sí, dos personas, dos hermanas diferentes, con los mismos padres, pero con distinto fenotipo, distinta crianza, distinto futuro, distintas promesas.
Pero lo fundamentalmente intrigante de las dos Naimas no se encuentra en ellas, sino en su padre. Precisamente, entre sus dos hijas –como un drama familiar shakespieriano- cae un secreto, un reproche, una maldición, una insondable tristeza. Esa tristeza que justamente vuelve la discusión al terreno de la forma y el contenido. Naima 61’ sigue conservando la dulce y lenta cadencia de la de Giant Steps. Es una hermana hermosa pero tímida, con ese silencio de tejedora, de ojos empañados, de uñas esmaltadas comidas. La Naima 66’ sigue teniendo eso, pero todo lo bello emerge sólo por momentos en una tormenta de fuerzas, es la condensación de un movimiento centrífugo entre la búsqueda orgásmica de un todo más allá de las partes. Naima 66’es esa hermana descarriada que sólo da sentido a su existencia para mostrar y hacer sonrojar a la hermana, revelando los caminos que podría haber tomado, que querría tomar, pero que por alguna razón terminó dejando, u olvidando, o sencillamente no viendo. Naima 66’ es la hermana menor que llega al límite para poder marcarlo, desmontarlo y explicarlo, que se tatúa los mensajes de lo descubierto, de lo padecido en su propio cuerpo. Porque en la balada de Naima 66’ se pasa del amor al sexo, del sexo al amor, los ritmos se sincopean como el corazón de un preso en el estrado, Rashied Alí golpea parkinsonianamente los platillos y el redoblante, Pharoah Sanders aparece como una intensidad pura, no estratificada, haciendo sonar su saxofón como una mula sacrificada.
Pero en esa canción, por más irreconocible que esté, se notan los rastros de carmín, el maquillaje un poco corrido del primer tema, y tal como dice Joachim Berendt, en versiones como esas “se nota que a Coltrane le agradan y que hubiera preferido seguir tocándolas como las había captado inicialmente, si sólo hubiera podido expresar de esa manera lo que le quedaba cerca del corazón. Si John Coltrane hubiese visto la posibilidad de alcanzar con los medios convencionales el grado de calor extático que él llevaba en mente, hubiera seguido hasta el fin de sus días en forma tonal”.
Quien oye las líneas solemnes sermonales y vibrantes de Naima comprende que ese músico guarda luto por la tonalidad. Sabía cuanto perdía con ella. Y con gusto hubiera regresado a ella si en esos diez años no hubiera tropezado una y otra vez con los límites de la tonalidad convencional.
Naima se puede leer de muchísimas más maneras. Es, a su manera, el recuerdo de una ex esposa (Juanita Naima Grubbs, mina en la que se inspiró Coltrane–tal como lo indica el título- a la hora de componer el tema) recodificado y derruido por él mismo en cofradía de su nueva pareja –Alice Coltrane, que toca el piano en ese concierto (demostrando lo verdadero y lo mítico en la forma que una pareja siempre se construye sobre los cimientos de todas las personas que pasaron antes -tal como dice Leonard Cohen, en "Hey that's not a way to say goodbye": yes, many loved before us, I know that we are not new,in city and in forest they smiled like me and you. Pero a la vez es otro drama mucho más interesante, que es el miedo del maestro frente su alumno, el terror, y a la vez fascinación de Trane por ser superado por el más joven Pharoah Sanders. Coltrane había contratado al pibe estrella a modo de lograr esos momentos extáticos que a él le costaba llegar. Lo que se ve en Live at the Village Vanguard Again! es precisamente un Pharoah Sanders logrando llegar sin dificultad a los grados de intensidad y violencia que Coltrane solo llegaba a rozar por aquel entonces. Lo que se presencia en el disco es casi un western, un duelo entre dos músicos que se apreciaban, que se respetaban, que incluso se amaban, pero en un pueblo demasiado chico para los dos –al menos en un substrato inconsciente.
Por un lado tenés la destreza, la maestría de Trane; por otro la agilidad, la fuerza e intensidad de Pharoah Sanders. Es la estructura, la misma contienda que se abre y resuelve en el genial, apoteótico final de Mal día para pescar (Alvaro Brechner, 2009). En ese duelo Coltrane se fue debilitando, logrando superar a su discípulo en cada contienda, pero gastando todos sus cartuchos cada vez más rápido. Precisamente su temprana muerte puede adjudicársele a eso, un hombre que, enfrentándose concierto a concierto frente a los límites de sí mismo, comienza a trepidar, hasta consumirse en su propio juego. Como las pruebas de hombría de Rebelde sin causa (en donde los contendientes avanzaban a todo motor hasta el borde de un precipicio, viendo quién era más macho, veredicto que se determinaba por quién frenaba último), quien se acercara más a fondo a sus límites terminaría cayendo al vacío, o más bien, quemándose con el sol. Naima 66’ es ese viento sur que enloquece, la supernova a segundos de volverse enana negra, la Salomé que terminó mandando a decapitar a su mismo creador.
Por 1966 Coltrane fallecía de un problema hepático a los cuarenta años. Algunos dicen que en su ataúd, su pecho encajonado por piel y costillas seguía vibrando, como una caja de resonancia perdida en algún territorio irreconocible.

Desde el 12 de diciembre (fecha en que festejé mi cumpleaños), sin quedarme nada puntual más que hacer, Montevideo se ha convertido en un ensayo de ciudad, un simulacro. Los autos siguen atravesando18 de julio, veo a la persona con maletines, veo algunos pendejos corriendo corbata al aire con sonrisas de haber aprobado un examen, pero algo me dice que todo eso es un decorado, que es una puesta en escena. Eze el otro día me había refrescado la memoria sobre un detalle tolkieniano, en el que, según el calendario inventado por el escritor, entre un año y otro hay diez, quince días que no se cuentan, y en los que, sencillamente, todo el mundo se dedica a festejar. Es decir, son días que, en sentido riguroso, no existen. Inevitablemente me pongo a pensar que en su visión de las fiestas –así como ciertos subtextos gay entre Frodo y Sam que Tolkien se encargaba de meter velos pacatos a cada rato- hay muchas cosas que aquel intachable señorito inglés fanático de los árboles y parques intentaba manejar con cautela. Es decir, cualquier comunidad que desee eliminar del mapa diez días en los que se arma una especie de carnaval, posiblemente intente ocultar algunas facetas bizarras, o al menos ligeramente vergonzosas de lo que pasó ahí. En pocas palabras, hablando mal y pronto, partuzas dignas de von Stroheim (o el Mono Mario, para los que no simpatizan con el lascivo director alemán).
Sin embargo, en ese 14 de diciembre que iba caminando por Canelones, me acababa de dar cuenta que entre navidad (incluso antes) y año nuevo, Montevideo es más o menos así. Uno sale a la calle y parecería que nadie vive realmente en los edificios. Montevideo es casi propiedad de uno, algo que le pertenece y de lo que puede hacer uso o desuso como disponga.
Aún así, con este sentimiento bastante omnipotente, estaba enojado. El día por alguna razón no había ido bien, me tuvieron de cande como dos horas por unos trámites al pedo, y me acababa de dar cuenta de que me habían hecho el orto con las entradas de unos shows a los que planeaba asistir. Al mismo tiempo, algunos problemas físicos que me ocurren cuando arrecia el calor habían comenzado a joderme nuevamente, y yo lo único que podía pensar era que me habían cagado con las entradas. Unos días después me daría cuenta de que estaba quemado por otro asunto, solo que en ese momento todavía no me había percatado de ello.
Iba a lo de Polly y me daba cuenta de que el malhumor del día era injusto para ella y para mí. El I-Pod andaba bien, pero los temas no ayudaban. Escuchar a Boris en medio de la calle Canelones dan más bien ganas de matar a todo el mundo en un acceso de tipo Amok. A modo de intentar ahorrar batería, suelo desactivar la luz del I-pod. Para las diez de la noche de aquel entonces, ya no se podía ver nada más que una pantallita, un espejito en donde sólo se veía reflejado mi ceño fruncido. Si uno rompe un espejo, este le dira mil verdades, una por cada añico. En vez de hacer eso, pasé la yema del dedo gordo sobre la superficie lisa y guiado por un movimiento circular digno de un marinero borracho sobre timón, elegí un tema al azar. En el momento de escuchar los contrabajos ya reconocía el tema: Love is everywhere, de Pharoah Sanders. Aquello parecía un guiño del más allá.
Mucha gente le tiene algo de rechazo a Pharoah Sanders. Las razones son variadas, y algunas de ellas son válidas, pero gran parte de la crítica circula frente a cierto terrajismo en cuanto a imaginería que el músico –y muchísimos más- tuvieron en su momento. Ese exagerado misticismo, ese orientalismo Wal Mart, lleno de halos de energía, águilas prendidas fuego y Enraha’s. Basta con ver la tapa del disco Karma (disco que sin embargo contiene uno de los mejores comienzos de la historia) para saber de qué estoy hablando. Sin embargo, y más allá de esta noción algo empaquetada de lo místico genera un poco de sospecha -la levedad del discurso de estos negros que hacían un zapping teosófico que saltaba de Jesús a Jah, de Jah a Buda, de Buda a Mahoma-, está, no tanto en lo que dice, sino en la convicción de lo que dice el verdadero bolígrafo de verdades de todo músico. Y en las canciones de Pharoah Sanders, esta espiritualidad, por la forma intensa e hímnica con que la comunica, no sólo permite a uno comprenderla, sino que se intoxica por ella–en el buen sentido de la palabra del mismo-.
Estoy llegando a Rio Negro y escucho aquellos coros repitiendo una y otra vez lo mismo. "Love is everywhere, Love is everywhere, Love is in us all" Pharoah logra algo extraño, que es que incluso en temas totalmente abrasivos y difíciles de digerir auditivamente (cabe señalar que en Love in us all –disco que contiene Love is everywhere- también está To John, un tema completamente free y al borde del colapso), siempre llega a otra dimensión en donde todo, por más caótico que parezca, acaricia un sentido, una especie de sabiduría o paz en la que uno se baña. El dolor no es dolor, es pasión que conduce a otro estado. Esto en muchos de sus trabajos, desde “The creador has a master plan” a la mayoría de los temas de “Village of the Pharoahs”. Pienso en la clásica cháchara lennoniana, de libertad, amor y paz en términos abstractos y siempre parece algo divagante, incluso irresponsable y pelotudo (es decir "qué paz?, qué libertad?, qué amor?). Sin embargo, en Love is everywhere aquello no parece tan descabellado. Pensando esto ya me encuentro en la puerta del edificio.
Polly me dejó las llaves. Es un llavero rarísimo, como si fuera una versión entre Afro y Ray Bradbury de un rosario (por supuesto, no obedece a ninguna figura religiosa, aquello es simplemente un llavero). Abro la puerta y sigo escuchando el saxo soprano de Sanders haciendo un relajado solo que toma la línea de los contrabajos, delicadamente planeando sobre los bellísimos arreglos de piano de Joe Bonner.
Toco la puerta y Polly me abre. Esta con los lentes puestos y su ropa-de-haberse-pasado-todo-el-dia-estudiando. Polly sonríe y dice algo, pero la música la tapa. No me quiero sacar los audífonos aún, pero la veo y, por primera vez en el día, sonrío. Pienso que en otra circunstancia aquellas voces que repiten Love is everywhere me resultarían ridículas. Sin embargo, a lo mejor no me molesta porque le creo a Pharoah. O quizás porque, sin saberlo, estoy empezando a creer sencillamente en eso.

Discografía consultada:

Monday, August 31, 2009

This blog isn’t dead (it just smells funny)
Este post se demoró más de la cuenta. Es, más que nada, una recopilación, una miríada de conclusiones, delirios y lugares emocionales que he visitado en los últimos meses, por lo que no esperen una temática determinada, veracidad fáctica o un orden cronológico riguroso.

Sr. Lanari
Hace unas semanas, hablando con Polly en la cocina de mi casa tuve la necesidad de contarle sobre el señor Lanari. Por alguna razón había estado pensando en él todos aquellos días. Su imagen era un recuerdo que se me aparecía mientras reacomodaba apuntes de materias de las que probablemente olvidaría todo en un año o dos; mientras me subía el cuello de la campera, sabiendo que de ahora en más éramos yo, mi ropa y el invierno; o cuando me encontraba hincado en Tristán Narvaja, atándome los inmundos cordones que se habían arrastrado por el baño de La tortuguita. Aquella noche con Polly teníamos que hablar de un montón de cosas, pero ahí, nervioso en la cocina, sólo me salió aquel recuerdo, la historia del señor Lanari, o mejor dicho, el recuerdo que había construido del señor Lanari, aquel señor que conocí cuando tenía siete años. Cursaba segundo año de escuela y por el San Juan circulaba un material obligatorio de lectura y ejercicios titulado “Las cuatro estaciones”. Naturalmente, en la tapa había un cuadro de cuatro casilleros, con un sol radiante en la esquina superior izquierda, unas hojas tristes sosteniéndose de un árbol a la derecha, seguida por un paisaje crepuscular, invadido por la lluvia en la parte inferior, continuado por un prado repleto de flores. El señor Lanari era uno de los muchos cuentos que figuraban en el libro, y de aquel material lectivo, salvo la mencionada portada, es lo único que retengo en mi memoria. Mientras le relataba el cuento a Polly, comencé a darme cuenta de que había muchas, demasiadas razones para que aquello permaneciera en mi cabeza. Comencé a contarle aquella historia, la historia de un hombre hecho de lana, que un día tras enganchársele un hilo en los dientes de su perro, comienza a realizar sus actividades deshilachándose sin saberlo, a medida que va dando vueltas por la ciudad, con el carrete de lana tironeando y las piernas que comienzan a desaparecer, luego la cintura, después el cuello y los brazos. En la sala de proyecciones de mis recuerdos, el hombre llegaba a la casa de su abuela y ni bien toca la puerta, al pasar por el umbral, el hombre desaparece por completo. Para siempre. Si bien no recuerdo nada particularmente traumático al momento de leerla, ahora la historia me parece demoledoramente triste, sobre todo por aquella aparente inconsciencia del señor Lanari. Pero había algo más oscuro en el asunto. En mi recuerdo el señor Lanari iba a trabajar, compraba merengues, iba a buscar plata al banco, se tomaba un ómnibus. En aquellos trayectos me lo imaginaba hablando con personas, con amigos o empleados de turno, y ninguno de ellos se percataba de que hablaban con un tipo con la mitad de su torso desaparecido. Entonces, ahora que lo pensaba, ¿no había una cierta complicidad entre la ciudad y todos sus habitantes, para que el señor Lanari se desintegrara sin siquiera darse cuenta? ¿O era que el señor Lanari siempre lo supo, y simplemente cumplía con su destino final como un noble ciudadano, un lento y metódico kamikaze realizando el último mandato de un orden más elevado que su voluntad? ¿O, más que un último engranaje de un megasistema, no estaba diciendo en cierto punto “hey abuela, acá me tenés, entro a tu puerta, hice todo lo que se esperaba de mi, trabajé, te compré estos merengues, ahora mirá en lo que me he, me han convertido”? Las posibilidades eran infinitas y no tardé mucho en pensar aquel cuento infantil aparentemente inocente como una historia sobre la descorazonadora fagocitación de la subjetividad del hombre de clase media en las grandes urbes, una alegoría sobre el borramiento de la identidad individual en la cultura de masas del peronismo, o un tratado sobre la lenta desintegración psíquica en una sociedad de fracturadas redes vinculares. Incluso había pensado en aquellos casos de lentos suicidios en donde todos, incluso el mismo padeciente contemplan su lenta desintegración, sin nada que poder hacer al respecto. Pensé en anoréxicas sintiendo cómo su corazón se vuelve una fruta seca pegada y latiendo justo debajo la piel. Pensé en drogadictos, esperando aquel traspié que nunca llega, ese gramo de más que termina desgarrando la barrera, como la piel del señor Lanari. Incluso pensé en personas como cualquiera, matándose de a poco en trabajos que no les gustan, en mujeres que no aman, en casas que nunca llegarán a pagar. Pensé en todo esto y se lo conté a Polly. Le dije que si llegaba a ser psicólogo, inventaría un cuadro clínico llamado “síndrome Lanari”.
Como dije, de aquella charla pasaron unas cuantas semanas (ahora que reedito esto para el blog, unos cuantos meses). A Polly le había prometido alcanzarle aquel cuento alguna vez. Internet es un fiel servidor y comprendo que no hay que hacer ninguna excavación en apolillados libros del pasado para dar con el material. Ahora, justo antes de mandarle el link, leo el cuento de Ema Wolf y me doy cuenta de algo: el señor Lanari nunca llega a desaparecer por completo. Sí, estaba aquel perro, la hilacha enredándose en sus dientes, la panadería y la abuela, pero cuando Lanari llega a la casa, ella termina cosiéndolo de nuevo. No sé si sentirme contento por el pobre señor, o defraudado ante una historia mucho más amable, pero menos contundente. Pero ahora pienso en la necesidad de haber hecho desaparecer al señor Lanari, aquella oscura cofradía que mis caprichos hicieron con el recuerdo. Y pienso que esa necesidad de haberlo matado y levantar sobre su muerte un panteón de teorías, metáforas y engaños, como un cadáver al azar convertido en prócer, como ese cuerpo posiblemente paraguayo que acaban de decidir mudarlo de Plaza Independencia, hablan, más que del señor Lanari, o del capitalismo tardío, o del peronismo, del estado mental que he estado atravesando todos estos años.

Los bigotes de Dios
Estaba sentado con uno de mis pacientes, descubriendo quién era Sulma Lobato. Mientras miro el programa intentando contener mis ganas de destrozar el televisor a patadas o irme al Buquebús para poner una bomba en el canal América, dejo mi vista perderse por algunos rincones de aquel hogar de ancianos de la Costa de Oro. Cuando uno entra a un hogar de ancianos parece que se pusiera el traje de buzo y se sumergiera en el mar mar. Todo se mueve a otro ritmo y cuando uno menos lo espera, se encuentra a sí mismo hablando pausado, sentándose con extremadas precauciones de algo que nunca le va a pasar. Varias de las viejas (que es prácticamente lo único que hay) han resultado ser personajes muy interesantes o tragicómicos, pero me detengo en una señora en particular. Estoy sentado con mi paciente en un cuartito de TV improvisado entre las camas de unas de las viejas. Desde acá se puede ver parte del living comedor y una de las cocinas. Es al fondo que veo a una señora cuyo nombre desconozco. Desde que he ido ahí, la señora ha mantenido un mutismo férreo que adquiere otra dimensión con una apariencia bastante cuidada, incluso, bella para la edad. Pienso que en su juventud debió ser una mujer muy linda. Me doy cuenta de que me recuerda a Idea Vilariño. Estoy pensando en todo esto, con un ojo en ella, acostada con rostro duro y desafiante en la cama y el otro en ese travesti viejo que se pone a cantar un tema que aparentemente él mismo compuso. Llegan los avisos y me viene algo colindante con la alegría, aprovechando comentarle a mi paciente algunos aspectos sociales que se dan a entender en los mismos (siempre nos gusta bardear el aviso de fonopréstamos FUCAC). A todo esto, cuando termina la tanda y vuelve el martirio porteño escucho una voz desde la cama de la señora. Es ahí que me la encuentro recostada, con una sonrisa que nunca le había visto dibujada en el rostro. Hay un extraño movimiento que no logro descifrar en ella. Luego de unos cuantos minutos observándola, me doy cuenta de que está acariciando el aire. Es un gato imaginario, que está pegado a su cintura, al cual ella parece estar hablando con particular cariño. Pienso que en días fríos como estos, tener a un gato calentando la cama siempre es muy útil, aún así sea imaginario. Pero es ahí que afino el oído y escucho lo que dice la vieja. Le está hablando a Dios. Me cuesta un poco, pero termino comprendiendo que Dios es ese gato. La imagen me parece hermosamente desconcertante. No cabe dudas que la alucinación de la señora es sumamente megalómana. Llama la atención que los delirios místicos de caracteres megalómanos suelen pivotear entre sentir estar a completa merced de Dios, un mero pedazo de carne atravesado por sus rayos (como un elegido por él o como un condenado al cual intenta destruir) y ser Dios. Sin embargo, la señora le da una vuelta de tuerca a esta megalomanía que me parece fascinante: no necesita negar la existencia de Dios, sufrir sus designios u ocupar su trono: lo convierte en un gatito. Eso es lo que yo llamo tener control. A eso de las ocho tengo que ir a tomarme el COPSA. La imagen de estar esperando un interdepartamental en un camino de tierra, a las ocho de la noche en una silenciosa ciudad de la costa, con el cuello de la campera levantado, observando el vapor que emana de mi boca, mientras trato de aferrarme a algún tema suelto que tengo grabado en el celular, dan otra consistencia a todos mis pensamientos, que parecen ser los últimos o los primeros de otra cosa.
Pienso en la posible demencia de la señora, o en un mismo proceso psicótico recrudecido por los años, pero entonces me pongo a pensar de si no será verdad, si Dios no existirá realmente, siendo no otra cosa más que el gato imaginario de una vieja residente de un hogar de ancianos de la Costa de Oro.

Tres canciones: Heroes/I’ve got so much to give/Dancing with myself
1) Heroes, sólo por un día


Como gran parte de los hijos de MTV (más allá de que muchos de nosotros cumplimos el destino de Edipo a tiempo y forma), conocí Heroes por medio de la banda sonora de Godzilla, aquel tema curiosamente incompatible con la trama de la película realizado por los Wallflowers. Sabía que era un cover de David Bowie, pero por aquel entonces entre que toda mi melomanía era un embudo que desembocaba en la damajuana Radiohead y una homofobia latente típica de la edad, el camaleónico sir era un asunto bastante foráneo, del que poco me interesaba indagar, incluso teniendo conocimiento de aquel otro cover, The man who sold the World –interpretado por Cobain y cia- que en los círculos que me manejaba era prácticamente una institución. De hecho, Godzilla había desenterrado otro hitazo, Kashmir, de Led Zeppelin, pero Puff Daddy se encargó de hacer una restauración de aquel tema de una forma tal que equivaldría, dentro de una lógica de arquitectura y diseño, a tunear con luces de neón la Catedral de Chartres.
Más allá de la melodía que se te pegaba de una, el tema no me había llamado demasiado la atención. Las razones pueden verse a simple vista, un chico muy lindo (porque vamos a aceptarlo, debe ser de los tipos más lindos del rock que recuerde) haciendo promesas a su amada sobre un mundo creado a la medida de los dos, su own private world en el que puedan vivir como reyes, mientras que el verdadero mundo se va cayendo a pedazos (en el videoclip, Jacob Dylan canta sus quiméricas promesas mientras Nueva York es arrasada por Godzilla). El mito del amor como un lugar, un mundo cerrado en el que por un momento el entorno se difumina es un leit motif repetido desde tiempos inmemoriales, desde los griegos (con los dioses secuestrándose a las mortales llevándoselas al Olimpo –o al Hades) a los románticos (la promesa de la muerte como el otro lado del puente en donde los amores se reencuentras bajo otras reglas). Y si es un cable de cobre que circula subcutáneamente por toda la obra artística de los últimos veinte siglos, es posiblemente porque en el amor se reproduce casi invariablemente esa sensación. Ese momento de invulnerabilidad, el desfondamiento de la identidad para formar un constructo unitario con el otro, esos pequeños momentos de locura panteísta en que la idea de que todo mal del mundo puede resolverse en la medida de cuánto uno quiera a ese alguien, es casi un cristianismo en miniatura (después de todo, fé es amor, o eso dicen). Es así que cuando Jacob Dylan promete que él y ella serán héroes, sólo por un día, no está diciendo nada que no se haya dicho antes.
En los últimos dos años me he dedicado intermitentemente a desenterrar pequeñas perlas regadas por el genio de David Bowie. David Bowie es de esos ejemplares en donde el contenido llega a ser un momento de la forma. Y viceversa. No hay nada que haga Bowie que no remita a sí mismo, a ese mundo de ciencia ficción, lleno de glitter, sensualidad ambigua. Es, por así decirlo, un metamúsico. Pero Max Capote y Dani Umpi también lo son, entonces la cuestión de calidad no radica en ese mero hecho. Bowie, es antes que nada, un gran performer. Tiene una cualidad de saltar de un registro desafectivizado, alienígena, casi robótico, a momentos de intensidad histriónica, drag, humana, demasiado humana.
Y entonces sí, es extraño que recién ahora me tope con una canción del tamaño de Heroes.
La canción figura en el disco homónimo, el cual, junto a Low y Lodger forma parte de la llamada “trilogía de Berlín”, realizada por Bowie y Eno, en un estudio emplazado a solo unas pocas cuadras del famoso muro. Colocado frente al complejo e intrincado producto de laboratorio que es Low, Heroes es una fiesta, pero una fiesta con Bowie como anfitrión, que, como todos sabemos, tiene las credenciales de ser un evento muy diferente a todo lo que podríamos esperar.
Cuenta la historia de la realización del tema, que el mismo fue pensado como una pieza instrumental, un claro homenaje a los pibes de NEU! (en cuya discografía figura el tema “Hero”), frente a los cuales Bowie y Eno se babeaban hasta los tobillos –como cualquiera que supiera qué estaba ocurriendo en la música europea. De hecho, más allá del kraft aparentemente clásico (con ese estribillo bien marcado como médula osea de la canción), llama precisamente la atención el wall of sound, la serialidad del tema, en el mejor estilo motorik que habían acuñado los flacos de Dusseldorf. Pero volviendo a Eno, cuenta que al realizar el tema, por más que la letra fue insertada tiempo después, la palabra que daba nombre a la canción era precisamente algo que le resonaba cada vez que lo escuchaba. Y no puede estar más en lo cierto, más allá de una letra completamente romanticista, hay una sensación triunfalista a lo largo de la canción, en las guitarras de Fripp que son como rayos que atraviesan el tema, en esa línea de bajo repetitiva que es como el carretel que mantiene a la cometa a distancia prudente de la tierra. Y entonces pienso qué es lo que tiene Heroes de Bowie, que cuando la escucho me siento en una bisagra, a punto de hacer estallar todo lo que fui, soy y quise ser, mientras que la versión de los Wallflowers no me había generado nada en particular, más allá de ser dos temas más o menos isomorfos. Y las escucho a los dos, veo los dos videos de youtube, con las dos ventanas abiertas en paralelo y ahí me doy cuenta de que, precisamente, el punto central, el centro gravitatorio de la cuestión es Bowie, siempre fue Bowie. La versión de Dylan jr. es heroica, pero todo el sentimiento e imaginería son figurativos. Cuando dice and I, I will be king, and you, you will be queen, le está prometiendo algo en forma cifrada, tal como un enamorado que le escribe a su amada una cursi “te regalo la luna” sabiendo que realmente no podrá caer con tal regalo a la puerta de la casa. Y, sin embargo, cuando uno ve aquel otro video, con Bowie enfundado en una malla plateada, puede percibir que el inglés realmente cree que será rey, y tal es su convencimiento, tal es la emoción con que canta aquello, que le termina creyendo. Ese sentimiento, el de un lenguaje no metafórico, el de creerse la historia, es algo que se perdió y que difícilmente vuelva a encontrarse en el pop. Es esa noción, la forma en que grita casi histéricamente We Could be heroes, con puro sentimiento, pero a la vez con el cuerpo completamente rígido, como dispuesto a recibir el impacto de una ola sin atisbar a moverse, lo que radicaliza esa sensación romántica. Jacob es un lindo chico que sabe decir las palabras adecuadas, en el momento adecuado, por más que el mundo esté desmoronándose a su alrededor. Bowie está loco, parece estar gritándole desde el pórtico de la casa, prometiéndole todo esto a su amada, con la nave espacial estacionada en la esquina.

2) I’ve got so much to give, Barry White for president

“Es fantástico estar con ustedes, esta noche en Santiago de Chile. En America hemos escuchado mucho de Chile. Muchos periodistas me preguntaron si había oído de Chile antes. Déjenme decirles, cada uno en America ha escuchado hablar de Chile. Mientras mas trabajen como equipo, como una unidad, más será lo que el mundo escuchará sobre ustedes. No hay nada que la gente de Chile no pueda superar con unión, fuerza y amor”.
Con ustedes, Barry White.
Hoy en día, más allá de aparecer en un capítulo de Ally McBeal encajado en algún baldío de la programación de FOX, o servir de cortina musical para Intrusos (razón suficiente para que mi mente terminara desgraciadamente suturando You’re the first, the last, my everything con la imagen de Jorge Rial), la música del Barry no suena mucho por estos lados. Cuando aparece, suele hacerlo enmarcada en escenas de pelícla en donde el romanticismo es autoconsciente, al borde de la ironía. Algo así como “vamos a hacer como que estamos enamorados”. Así como con Let’s stay together, de Al Greene, o Let’s get it on, de Marvin Gaye (exceptuando el honesto uso que se le da en Alta Fidelidad), las canciones de White suelen aparecer en el cine como sobreevidencia de cierto aspecto cheesy de una aproximación romántica, una perspicacia retro de la película, algo para señalar cierto elemento ligeramente ridículo, pero aún así dentro de cierta empatía amorosa. Sin embargo, aquello no fue siempre así. En Estados Unidos ha circulado la idea de que el león negro de pañuelo omnipresente y peinados limítrofes entre lo funk y lo medieval (si no, fíjense en el video) fue, de cierto modo, una de las variables que tuvo repercusión en una explosión demográfica a fines de los años setenta. Algo así como el padre platónico de una generación entera. Por supuesto, aquello es una construcción mítica, pero todos los mitos tienen raíces que se entrecruzan con la realidad. En todo caso, lo que hay que preguntarse en la actualidad no es por qué no se escucha más a Barry White, sino por qué se lo ha dejado de escuchar como se lo escuchaba en los setenta.
Si uno ve videos como esta temprana presentación de Loves Theme, en donde vemos a Barry dirigiendo una sinfónica, revoleando la batuta con una alegría inmensa, mientras el conjunto de violines, las guitarras y los vientos tocan su partitura de una manera realmente suelta, pero a la vez disciplinada, uno puede percibir una forma diferente de producir y sentir el pop, algo impensable, intraducible en tiempos de las mash ups y protools, restos arqueológicos de un imperio perdido o enterrado. Siendo un movimiento que tiene muchos más genes en común con el punk de lo que la gente se imagina (el alegato a la fiesta, la sensualidad y cierto hedonismo –obviando la existencia de bandas como Parliament que eran ya definitivamente políticas- es un conjunto de valores también presentes en el otro género, solo que pintados sobre el lienzo en tonos menos luminosos) el disco suele ser un estilo, un mundo que sólo es livianamente apreciado en nuestra actualidad, limitándose a las loas borrachas que se le echan los 24 de agosto (noche de la nostalgia, no uruguayos favor de visitar el último post de Benito), o algunas radios de oldies oficinescas, que convierten aquellos temas en nada más que eso: meros interruptores de cierta sensibilidad secuestrada y vendida como cigarrillos al escucha. Sin embargo, cuando uno escucha discos enteros de Barry White (no un Greatest Hits, sino el disco como obra conceptual y plenamente significativa), se da cuenta de que ahí, en esa orfebrería emocional de cuarenta minutos, hay algo más que una mera prótesis erótica. Por trivial que suene un mero artífice de canciones románticas frente a Aristóteles o San Agustín, puede decirse que Barry encontró algo que siempre se había escapado como majuga entre las manos de filósofos, religiosos, escritores y científicos: en su música se halla una divina proporción alquímica, capaz de unificar los placeres de la carne y lo amoroso, sublimado en pura espiritualidad. El homo sentimentalis, fascinado con su imagen especular, sabe interpretar uno u otro rol, pero no los dos a la vez, y con el tiempo esta alienación mutua, esta brecha, se fue ensanchando, como si se fueran dinamitando las dos orillas de un cañón. Como prueba de esto, basta ver qué poco espirituales suele ser la representación de sexo intenso en el cine, y cuán aburridas y poco calentonas suelen resultar las representaciones de gente “haciendo el amor” (como imagen paradigmática, podría citarse la desfloración enamoradiza de Tara Reed en American Pie, posiblemente una de las escenas de sexo más sosas de la historia). Pero con Barry White -quizás sólo exceptuando Serge Gainsbourg-, es distinto, y a uno se le enciende una cierta llama en donde el mundo se convierte en una máquina que bombea sangre a lo loco al corazón, al cerebro y también más al sur.
Pero todo esto venía al video que adjunté arriba. Es 1979 y Barry White es invitado a un show de televisión chilena. No me parece necesario indicar los momentos que vivía chile, sumido a una de las más sangrientas dictaduras latinoamericanas, con el DINA funcionando como una máquina jodidamente aceitada y con Pinochet con sus plenas potestades como Presidente de la Junta Militar de Gobierno. Es decir, Barry White cae a un programa chileno, en medio de plena violación a los derechos civiles, pero él es un entertainer, y está hecho precisamente para esto: entretener. El mensaje adjuntado arriba es de lo más vago, casi inentendible ¿Qué significa eso de trabajar juntos? ¿Trabajar como una unidad con quién? ¿A quién le está hablando? ¿Al pueblo? ¿A los militares? Son de esos discursos tan políticamente vagos que sus coordenadas resultan completamente invisibles. Es ahí que lo primero que uno piensa es que:
a) Barry White no tiene puta idea de dónde está, por qué está y qué está pasando en Chile (por más que todos en América saben lo de Chile)
b) Barry White quiere solidarizarse con el pueblo chileno, pero tiene tanto miedo de lo que le espera detrás del coortinado del evento, que opta por comunicarse por un sistema de símbolos no compartido por nadie de los allí presentes
c) Barry White está de vivo, y todo el discurso es una joda bastante cínica.
Veo nuevamente el videoclip y acto seguido me pongo a escuchar I’ve got so much to give. El disco debut de Barry es glorioso. Luego de ser compositor y director de la descomunal orquesta Love Unlimited, Barry (que todavía no la había pegado con las bombas Never, never gonna give you up o Can’t get enough of your love –ahora que lo pienso, qué títulos largos suele elegir el negro), elabora un disco perfecto, tan perfecto que podría ser considerado conceptual. Es en esa escucha que me doy cuenta de cuán perjudicados somos los que accedemos a ciertos músicos por medio de sus Greatest Hits. En el compilado que me había comprado a mis quince años (que me pasaba horas escuchándolo con mi madre, en esas hermosas fraternidades espontáneas que muy de vez en cuando se logran con los padres cuando uno es adolescente) aparecían algunos temas que están regados en toda la discografía, pero están cortados, simplificados. Es decir, quitan introducciones, acortan puentes, borran algunas pistas de la voz de Barry para que el tema quede más redondo. Comparando las dos versiones a uno le viene la misma indignación que sienten los cocineros italianos cuando alguien les corta sus spaghettis (assessino, assesino!!!), se da cuenta de cuánto se pierde en ese ajuste a ultranza para el formato radial. La música hipersexualizada de Barry White es como el foreplay de todo buen sexo: tiene que estar. Los recitados sobre todo, tienen un valor que se resignifica a mitad y final de la canción. En lenguaje pornográfico, es como una escena sin cumshot, en el tango arrabalero, es ese chan chan que ordena y da la puntada final, el punto de una oración que da sentido a una sentencia. Y es entonces que cuando escucho a Barry llorando “Oh Darling, can’t you see that I/ I got so much to give tou you my dear/ It’s gonna take a Lifetime/ It’s gonna take years”, y me doy cuenta: todo lo que dice en el show chileno tiene sentido. En Barry White, tal como en las promesas de Bowie, el amor no es algo figurativo. Es una sustancia, algo tan palpable y real que podría ser descubierto en materia física, tal como la libido en forma líquida que buscaba Wilhelm Reich en sus pacientes. Es completamente absurdo comenzar a plantear disquisiciones acerca de cuál es la postura política de White, porque precisamente, él no es más que un militante del amor, el amor a secas, entre los seres humanos, de cualquier forma posible. Uno puede reprochárselo, pero como bien se sabe, uno no cree en lo que ve, sino que ve lo que cree, y en el lóbulo occipital del negro, el cromatismo y la espacialidad no se dividen en blancos y negros, izquierda o derecha, sino en más o menos amor. Puede parecer iluso, incluso peligrosamente infantil, pero lo que dice White no es una vaguedad, es la un determinado mundo presentado como una posibilidad.
Un mundo que por momentos seres neuróticos como yo logran ver por detrás de una banderola, pero parado sobre dos sillas colocada una sobre la otra, a punto de desnucarme contra el bidet.

3) Dancing with myself, epílogo escrito una noche de mayo


por

Son las cuatro de la mañana y Bluzz está que arde. Es precisamente el momento más gay del disc jokey, que casi como por decreto suelen ser los momentos más divertidos de cualquier fiesta. Minutos atrás sonaba Boys don’t cry, y por un momento, al sentir el título coreado por toda la gente, muy por encima de la angustiante voz de Robert Smith, sentí ese momento, esa corta tribulación, ese distanciamiento momentáneo en que uno cree estar en el lugar indicado, en el momento indicado. No mucho después la gente bailaba con Hand in glove (de los Smiths) y yo me preguntaba si no era así, o muy parecido el boliche que quiméricamente planeaba y rediseñaba con amigos de liceo. Y ahora suena un tema de Erasure que nunca me gustó, pero que lo coreo como si fuera una loca pasada de anfetas en Ibiza.
Esto es nuevo, che.
Para un chico tan poco comprometido con todo lo que vincule a lo motriz (jugar al fútbol nunca lo hice desde una posición demasiado exquisita y tampoco fui buen guitarrista, ni un gran dibujante –y ahora me veo y mientras escribo esto me doy cuenta de que lo único que se ha ejercitado en dos semanas son los cuatro dedos que utilizo para escribir esto que escribo-), bailar siempre fue un medio a algo, nunca un fin en sí mismo. Durante una larga campaña bolichera de mi adolescencia por un momento llegué a bailar cumbia de una manera relativamente aceptable. Luego vino mi noviazgo de cuatro años, y con el fin consumado en sí mismo, no había medios sobre los que me detuviera.
A una semana de haber roto con María, fui a una fiesta de unas amigas con las que suelo encontrarme de una manera más intermitente de lo que los tres deseamos. Todavía estaba hecho un saco de nervios y me había propuesto limitarme a permanecer ahí, tomar algo bastante tranquilo, evitando cualquier salto de tapón que me dejara llorando como un condenado. Pero las mellizas son una luz y me hacen sentir tremendamente cómodo desde el mismo momento en que piso el faro (el boliche en cuestión donde se estaba celebrando su cumpleaños). Ahí veo a la gente bailar, veo cómo las cosas cambiaron. Como un soldado que vuelve de la guerra sorprendiéndose e indignándose acerca de todas las cosas que cambiaron en el país del que tuvo que partir, me quedo completamente anonadado con la relevancia que ha adquirido el reggaeton. La cuestión es que en materia de medios y fines, el reggaeton es una herramienta áurea para quien sepa y esté dispuesto a bailarlo como se debe, pero una cagada para quien no esté dispuesto a asumir el riesgo de su franeleo y ciertos movimientos espasmódicos que no suelen caracterizarse por la cadencia de la cumbia. Es decir, si el reggaeton se llevara hasta sus últimas consecuencias, sería el paraíso jamás soñado para alguien que considera el baile en función de la posibilidad de franeleo que puede tener con una mujer. Pero en Uruguay hay un problema de logística y aplicabilidad. Casi nadie está dispuesto a asumir el riesgo y lo que terminás obteniendo es un baile mucho más distante que el que te permitía la vieja y querida cumbia (sobre todo en su versión del norte del Río Negro, haciendo el 2-1 con tu pierna entre las gambas de la mina). Es así que era un entorno bastante difícil para alguien como quien escribe.
Pero fue casi inesperadamente, de una manera que me tomó por el cuello, que un día me vi reflejado en la ventana de Bluzz, bailando justamente solo Dancing with myself. Estuve bailando con los ojos entrecerrados, cada tanto espiándome a mi mismo, pegando saltitos, cantando a grito pelado Oh-oh-oh-oh!, con las manos en alto. Era posiblemente la primera vez que el bailar era un hecho que valía por sí mismo, como el querer en Barry White, como el soñar en David Bowie, como hacerse una paja en Billy Idol.
Dancing with myself es la dimensión más cercana que tengo de lo festivo. Es un tema perfecto, es una canción que, así como ciertos temas de Leonard Cohen sólo pueden haber sido escritos por un veterano, sólo pudo haberlo compuesto alguien cercano a los dieciocho. Hoy en día todo lo de Billy Idol suele parecer retro, pero sin embargo, ese tema no.
Todavía en Bluzz, me hago paso y con un vaso de Jameson en la mano a pedirle al Tuco que ponga Rebel Yell, otro de los famosos temas de Billy Idol. El Tuco, con esos lentes delante de la peluca mod (o como pueda llamársele a eso) asiente con la cabeza y me dice que con mucho gusto, que en unos minutos lo pone. No sé si estoy feliz, si quiero como un hermano a este tipo con el que nunca hablé en mi vida o si sencillamente estoy en pedo. O todas a la vez. Ni bien vuelvo a la zona de baile pienso en que una vez hablé mal de ese tipo, con esa mala característica de juzgar a los músicos por su música (ahora que recuerdo, ya en este blog di unos cuantos palos a Astroboy). Pero capaz que este reproche es también por el pedo. O ambos. Y ahora suena. Por más que sé que lo puso el Tuco, y que lo hizo porque yo se lo pedí, cuando escucho la intro de órgano de Rebel Yell, lo siento como una señal, algo que viene de un más allá o de un más acá, tan acá que no lo puedo ver (como Goethe a la muerte, tal como dice Kundera en La inmortalidad). Y me pongo a bailar. Salto, muevo los pies, siento que bailo bien, sobre todo porque bailo tan mal como el resto de la gente que me rodea. Y los veo bailar con los ojos cerrados, coreando el “more more more!” levantando el puño al cielo. Y mientras todo esto sucede, pienso si lo están haciendo por verdadero placer, el placer en sí mismo que representa para mí estar bailando esto, o esa ligera distancia, esa leve ironía de enmascararse dentro de la sensibilidad que no es la de uno, como cuando temas atrás, cuando estaba bailando A little respect. Zizek en un artículo sobre Hitchcock dice:
“Consideremos el que es probablemente hoy en día el caso más notorio de fascinación nostálgica en el cine: el cine negro norteamericano de la década de 1940 ¿Qué es exactamente lo que tiene de fascinante? Está claro que ya no podemos identificarnos con él; las escenas más dramáticas de Casablanca, Asesinato, My Sweet, Traidora y mortal, hoy provocan risa entre los espectadores. Pero, sin embargo, lejos de representar una amenaza para su poder de fascinación, este tipo de distancia es la condición misma de ese efecto. Es decir que lo que nos fascina es precisamente una cierta mirada, la mirada del “otro”, del espectador hipotético, mítico, de la década de 1940, que se supone era todavía capaz de identificarse inmediatamente con el universo del cine negro (…) nos fascina la mirada del espectador “ingenuo” mítico, el que era “todavía capaz de tomarlo en serio”. En otras palabras, el espectador que “cree en eso” por nosotros, en lugar de nosotros. Por esa razoón, nuestra relación con el cine negro está siempre dividida, escindida entre la fascinación y la distancia irónica: distancia irónica respecto de su realidad diegética, fascinación con la mirada”.
Me pongo a pensar que la mayoría de la gente que está bailando, está bailando precisamente frente al escucha hipotético de esos temas, es decir, el escucha que era capaz de tomarse el show de Billy Idol en serio. Uno ve el videoclip, ve los peinados, la muñequera de tachas, el maquillaje en llamas de la tecladista, el guitarrista particularmente hiperactivo y no puede dejar de pensar que para alguien, un fan, un adolescente que tapaba el sol de la ventana con un poster de aquel platinado enfundado en cuero, un niño que ensayaba aquella mueca labial a lo Presley, alguien que como yo, ahora, sintiendo estar en el lugar adecuado, en el momento adecuado, en algún momento de su vida eso fue algo pleno de significado. Y el descubrimiento jodido de la noche es que, justamente, Rebel Yell es algo pleno de significado para mí. En la forma en que canta Idol, en la forma de agitar su puño al cielo, en la forma en que abre las piernas el guitarrista en pleno salto, hay una verdad que vale por sí misma. Y yo me pregunto si soy solo yo, o si soy sencillamente un borracho perdido en la caverna platónica, creyendo que es verdad, verdadera verdad y no juegos de luces y sombras, lo que veo y escucho. Y pienso esto y me pido otro Jameson, y la gente baila y suda, y yo pensando sobre Zizek mientras dos minas se ponen a apretar al lado mío, pensando en Zizek mientras la gente entra a los baños de a seis, pensando en Zizek y dándome cuenta de que voy a postear sobre todo esto desvelándome una vez más, sorprendiéndome ante el dolor del brazo torcido de reconocer que me gusta la Ronda, que me gusta Bluzz, de que ya me es casi absolutamente necesario terminar en estos sitios, cuando meses atrás, en este mismo blog los andaba puteando, y entonces me doy cuenta de que está bien no resistir un archivo, y que todo lo que haga, todo lo que hagamos los que estamos bailando acá es correcto, que tenemos razón por el simple hecho de ser jóvenes, de que vamos a ganar, ganar algo que no sé si es una guerra, un partido o un perdón, y ahora se acerca una mina y antes de que me presente ella dice que sabe quien soy, y dice Kanopa sin la esdrújula falsa que le encaja todo el mundo, y la tipa de la nada se me pone a recitar de memoria las primeras tres carillas de El pozo y lejos de fascinarme aquello, me viene una súbita sensación de miedo que me hace salir de ahí, buscando a Ezequiel para contarle algo que probablemente ambos trataremos de recordar en el Messenger al día siguiente sin dar en el clavo, sabiendo que en Canelones y Ciudadela los animalitos se comen todas las miguitas con las que uno marca su camino de regreso, y pienso en un cuento y un final precioso que probablemente también me olvide ni bien llegue a mi casa, y pienso que todo esto tengo que anotarlo, que este fanatismo por recopilar todo quiere hacer de mi una puta caja negra y no una persona, pero entonces ya estoy haciendo un scandisk mental y me pongo a recordar gente de la vuelta, una especie de álbum fotográfico babilónico, mejor, un álbum de figuritas Panini con el Tüssi, Jelen, Eze, Marques, Víctor, Felipe Reyes, Chichi, tengui, tengui, falti, y mi cromo perdido por ahí, como una figurita agregada, con cascola en vez de autoadesivo, me imagino abriéndolo en diez años, y me doy cuenta de estar sintiendo una nostalgia por un presente que ni siquiera se acabó, reprochándome por aquello en silencio, rogando por no convertirme en una de esas personas que encuentran cualquier excusa para hablar sobre qué geniales eran cuando iban a Juntacadáveres y todavía eran jóvenes, como si fueran Onettis perdidos intentando hacer caminar a sus respectivas Cecilias por Eduardo Acevedo y la Rambla, y trato de ordenar todo eso y recuerdo a Martín Batallés encontrando a unas cuadras de La ronda la cabeza cerceanada de una tortuga de tierra, y recuerdo a un Frankenstein-raver-esquizo-gay-kitsch-lumpen-colorinche diciéndome a las seis de la mañana, en una casa desconocida, que su diosa favorita es Cali, y recuerdo una noche con Darío, en plenas vacaciones de carnaval, presenciando la casi inexistencia de gente y la penumbra en que había quedado Ciudadela tras el robo de unos cables de luz, y esa sensación de estar festejando un cumpleaños sobre las ruinas de un apocalipsis del cual quedaron no más cincuenta personas, y recuerdo una noche calurosa interrumpida por un súbito vendaval, con todo el mundo de los tablones metiéndose para adentro, todos agolpados en la Ronda como refugiados senegaleses en el cuarto de máquinas de un buque serbio, mirando mojados, molestos, borrachos y/o contentos cómo caía la lluvia, observando afuera la torpeza de la gente escapando de algo de lo que su cuerpo está conformado en un 90 por ciento, de las botellas de cerveza vacías llenándose de agua destilada, mientras adentro suena un tema de Bonnie Prince Billy cuyo nombre siempre me olvido, y entonces sé que la noche terminó y que debo irme a mi casa, despedirme de Ezequiel y de Mariana, a quienes no encuentro porque estoy borracho, o a quienes no encuentro porque estan borrachos, o que no nos encontramos porque estamos borrachos, y entonces desisto y emprendo camino, haciendo eses por Canelones, recordando que el caminante por silbar en la oscuridad no deja de estar solo, y ahora sintiendo Brilliant Disguise de Bruce Springsteen retumbando en mi cabeza y en el plexo, como si esa canción me la estuviese cantando a mí, como si The Boss, con su guitarra en mano, materializara en su misma persona, en su "Tell me what I see/ when I look in your eyes/ is that you baby/ or just a brilliant disguise" un coro griego que estuviese resumiendo parte de mi vida o dándome ánimos desde un más allá, en el mismo drama que me fui constuyendo, en el darme cuenta de que acabo de pasar por la puerta de su edificio, pensando en normas, fases, autoexigencias, en el terror de encontrar demasiado pronto algo que uno no buscaba, en que voy a dejar de escribir este post para llamarla por teléfono.

Tuesday, March 31, 2009

There were business as usual, with the same old fears and frustrations
Pasé de la cocina al living y vi a mi perro con la lengua para afuera, como si fuera el perro de Dyer en este cuadro de Bacon. Lo había divisado con el rabillo del ojo, di unos tres pasos. Cada uno de ellos era una posible explicación de lo que acababa de ver. Al cuarto paso me detuve. Iba a ver de vuelta Tropic Thunder en el DVD, pero giré lentamente sobre mis talones y lo vi. Estaba hecho un ovillo, la lengua para afuera, pero no la misma lengua que había visto durante los últimos trece años. Era una lengua pesada, como esas que me impresionaban tanto cuando era niño al ir a las carnicerías con mi madre. Siempre me dije que podría comer cualquier cosa, sesos, tripas, ojos, pero nunca esas lenguas entumecidas que me observaban como GeoDucks esperando comunicarme una sola palabra amputada. Pero mi perro estaba ahí y me puse a intentar divisar algún signo vital. No parecía moverse, chequeé visualmente las costillas y no se inflaban y desinflaban como uno puede se puede esperar. Pasaron diez segundos y ahí me invadió el pánico. Crucé el living, caminé a paso rápido por el corredor (pensé en trotar, pero preferí caminar para no generar sospechas, ¿pero sospechas a quién?) y me encerré en el cuarto. Me quedé ahí en silencio. El libro de Carver ya lo había terminado. Iba a releer unas cosas de Felipe Polleri, pero tras pasar una carilla la imagen de la boca abierta de mi perro, esa lengua independiente como un cangrejo saliendo de su caparazón, revoloteaba sobre mi cabeza, como una polilla desquiciada regando como un avión a chorro todo su polvo ceniciento. Puse His ‘n’ hers de Pulp y lo saqué en seguida, pensando que si se moría mi perro, esa canción iba a estar condenada a estar por siempre asociada con aquella muerte. Sin más que hacer, me quedé sentado en mi cama. Esperando. Me di cuenta de que lo que realmente me aterrorizaba no era la muerte de mi perro (aceptémoslo, tiene trece años y un tumor cerebral que le genera cada tantos unos ataques dignos de Ian Curtis), sino el hecho de ser yo quien encontrara su cuerpo. Entonces estaba ahí, esperando lo inevitable. Estaba con la vista en mi estantería y con la puerta trancada. Pensaba “ahora mi madre va a gritar y va a ser oficial”. Pasaron doce, veinte minutos. No hubo ningún grito. Mi madre preparaba la comida, por lo que capaz que todavía no había llegado a ver el cuerpo en el living. “Tengo que decirlo”, y pensaba que dos años atrás me tocó enterrar el boxer de María. Estábamos viendo un E-true Hollywood Story sobre la vida de alguien que no le importaba a nadie y entra la madre, se queda mirando el suelo y dice “Max?...”. Con solo la pregunta, sin la respuesta o la no respuesta de Max, María y yo supimos que ya estaba muerto, que había muerto entre nosotros sin ningún dramatismo, tan natural como la tos de alguien durmiendo. Ni bien me di cuenta del asunto realicé todo con la frialdad de un obrero cárnico. Tomé la pala, hice un pozo en el jardín, tomé el cuerpo de las dos patas, lo arrojé y lo tapé. Apisoné la tierra con los pies. La alisé con la pala. Fueron minutos después cuando todos los perros de la manzana comenzaron a aullar. Yo soy un hombre de ciencia, y no quise expresar aquel escalofrío a María, que miraba hacia el sol tapado por las nubes sabiendo lo que yo pensaba, y sabiendo que yo sabía que ella sabía. Se quedó en silencio y dijo “me dijeron que hay un truco para hacer que se callen todos los perros”. Yo le pregunté cuál y ella me pidió que me sacara los zapatos. Me los saqué sin preguntar nada y puso el derecho arriba del izquierdo. En el mismo momento que los puso, los perros dejaron de aullar. No dijimos nada, pero nunca presencié nada igual a aquello.
Fue recién cinco horas después que me di cuenta de todo lo que había ocurrido. Vi la tierra entre mis uñas y de repente todo se había vuelto completamente absurdo, mis apuntes, las listas de discos que me quería comprar diagramados en mi cabeza, alguna mina que me estaba mirando –o no- en la clase, la vuelta en el 121 a mi casa.
Ahora estaba en una situación similar, solo que en vez de tomar la pala, no podía hacer otra cosa que estar encerrado en el cuarto, sólo esperando que lo terrible se presentara, como un entomólogo esperando a que una mariposa salga del capullo. La asociación no es gratuita, ahora que lo pienso. Había leído por ahí que Aristóteles –que entre las quinientas mil cosas que hacía, era un entomólogo envidiable- nunca quiso tratar mucho el tema de las mariposas, o más bien, el tema de las metamorfosis de la cristálida en mariposa. La conclusión que sacaba un historiador sobre el respestuoso silencio de Aristóteles, era que la mariposa -uno de los animales más asociados con lo vital, la plenitud- no era un nuevo ser regenerado, sino el espíritu desprendiéndose del cadáver. También pensaba en esa teoría cuántica de que si uno echa ácido sulfúrico en una caja cerrada con un gato adentro, antes de abrir la caja para ver cuales son los resultados, el gato está vivo y muerto al mismo tiempo. Entonces me daba cuenta de que estaba pensando en mariposas, cajas y gatos para olvidarme por un segundo de que no muy lejos habia un jodido perro muerto en el living. Sí, todos esos rodeos teóricos se extinguían ante la posibilidad del grito de mi madre diciendo “Agustín, por favor, vení”.
Y lo esperé.
Y se hicieron una hora y media.
Fue entonces que escuché el grito de mi madre, pero como nunca lo habría imaginado, completamente calmo, diciéndome que estaba lista la comida. Caminé por el corredor con cada paso pensado como si fuese el último. Ibamos a comer en el living. Ibamos a comer en el living con un perro muerto. Por un momento se me ocurrió la loca de que íbamos a comernos a nuestro propio perro. Pero entonces llego y está Blas parado en sus cuatro patas, esperando poder garronear algo del nuevo novio de mi hermana.
Verlo es casi como ver a un fantasma. Mi pecho se llena de nuevo aire.
Mi madre: ¿le ponés huevo duro a la ensalada?
Yo: “no, así esta bien”.

Este es un post que una gran cantidad de gente odiaría leer –y que posiblemente ni se atreverá a hacerlo- ya que se basa en esa cuestión tan terrible que es la de la revelación de finales de películas. Fue a partir de una conversación que tuve con Guzmán, en la que hablábamos de los finales de películas con explosiones incluidas. Para Guzmán era una mera excusa para hablar de Dr. Strangelove, con esa escena del Cowboy cabalgando una B-2, mientras que yo me puse a recordar aquella divagante vuelta de tuerca de Zabriske Point y el final de Fight Club. Pero después la conversación comenzó a reprocesarse en mi cabeza y terminó con la lista de mis once finales favoritos del cine, que, como es de costumbre, hicieron sinapsis con esa región de mi cortex cerebral cuyo nombre científico es “Esto puede servir para un post”.
Sin más que decir, acá la lista:


11-Sleepaway camp (Robert Hiltzik, 1983)
Sleepaway camp es de esas películas que podrían aparecer en una desidiosa grilla televisiva de viernes trece, una imagen de fondo agitándose en el televisor de un pijama party en donde toda los púberes están más interesados en jugar al juego de la botella que en sentir auténtico terror. La película está fulera en varios sentidos, y en sus 5/6 de film no se separa mucho de las exigencias del género slasher, sólo que en vez de adolescentes al borde de la adultez –como se suele optar en la mayoría de las películas, generalmente para poder mostrar más tetas sin reparos de conciencia- acá son púberes, preadolescentes, que más allá de su edad –o me gustaría dejar de ser un viejo y decir por su edad- son bastante cachondos y putean como marineros. Naturalmente, comienzan a sucederse asesinatos, casi todos efectuados en un marco que se garantizan el beneficio de la duda: nada de machetazos de lleno en el cráneo, acá hay ahogamientos, gente calcinándose con hoyas de agua hirviendo, bullies comidos por las abejas, o sea, pretty ambiguous stuff. Recién en la recta final la cosa se pone más jodida, y casi como en un killer rampage digno del amok malasio, se mata a una considerable cantidad de niños y animadores. Bueno, hasta acá nada fuera de lo común, pero todo se va a la mierda, a la recontra mierda en el final. La película estaba centrada sobre un chico y su prima, una niña cohibida menos sensual que Joey Ramone en tanga que intenta esquivar todas las bravuconerías del resto de los niños en esos Summer Camps tan obsesivamente citados en las películas yanquis. Más allá de la apariencia inentrable de la niña y su personalidad acorde, las situaciones se dan para que un chico sensible y gentil comience a cortejarla. Cuando comienza a enamorarse, todo se va downhill porque el pibe bueno termina cayendo presa del cachondeo de una pendeja que parece que sufriera de fiebre uterina. Es ahí que, al mejor estilo homérico, cae el puño de los dioses sobre el campamento, produciéndose el festín sangriento que había mencionado unos renglones más arriba. A pocos minutos de este terrible encadenamiento, vemos que, más allá del rencor, la niña invita al chico que la cortejaba a nadar en el lago. Es ahí donde viene el momento completamente wtf del film –posiblemente uno de los más bizarros que haya presenciado. Uno de los animadores sobrevivientes se acerca a la niña y ve que está acariciando la cabeza de su enamorado. Cuando se acercan un poco más, se dan cuenta de que es exactamente eso: sólo la cabeza. El tipo le dice algo a la niña y ella se levanta. Un zoom out va pasando de la cara –un gesto terrorífico, casi inhumano se talla en su rostro- al resto del cuerpo. Está desnuda. Cuando la cámara llega a enmarcarla más allá de la cintura la vemos. La vemos.
Un pene.
La niña era un niño.
Eso no explica nada, no sirve para justificar nada de la película –los asesinatos no necesitaban ninguna fuerza particularmente masculina ya que eran más astutos que fieros-, pero funciona de una manera perturbadoramente efectiva. Toda la gente que conozco flipó con aquel final, y la conclusión que se puede sacar no es que su constructo simbólico se descalabra sobre la revelación de que la asesina es quien menos esperaban –más o menos, la estructura nitrogenada de cualquier film del tipo whodunnit-, ni tampoco en el hecho de descubrir que la niña no era tal cosa. No, lo que resulta terrorífico no es nada de aquello, no es nada metafórico ni metonímico, es sencillamente eso: el pene. Ese pene suelto, perdido en un lugar donde no debería estar. Una parte que se morfa al todo, un agujero negro que destruye las gestalts. El impacto es casi omnipresentemente efectivo porque toca la fibra misma del núcleo duro de cualquier situación traumática. Una súbita invasión de lo real, con un sistema simbólico que no puede encorsetarlo dentro de su red. Todos en Sleepaway Camp se quedan paralizados, no por lo que debería ser narrativamente impactante –digo, a mi por lo menos me impactaría descubrir un@ asesin@ con la cabeza decapitada de un niño en su regazo-, sino por un objeto sencillo, perdido en un lugar donde no tendría que estar.

10-Usual suspects (Bryan Singer, 1995)
La historia de las vueltas de tuerca vienen de mucho tiempo atrás y posiblemente se remitan aún más allá de El gabinete del doctor Caligary (cuando se plantea que toda la historia había sido producto del delirio de un internado en un psiquiátrico). Sin embargo, desde mediados de los noventa hasta nuestros tiempos recientes el recurso se fue banalizado, vilipendiando, usándoselo de manera indiscriminada y muchas veces errónea. Uno ya llega a ver las películas sabiendo que a cierto minuto del film, generalmente al 4/5 del film, la historia pegará un vuelco que nos dejará a todos contentos. El final inesperado, el mago saca otro aburrido conejo de la galera. Y todos contentos. Me acuerdo el final de Sexto sentido. El desarrollo de la película era casi como una mera excusa para el final. Era la primera vez que el final estaba más publicitado que el film en sí –con todos los riesgos que ello acarrea-. Posiblemente el hecho de que todos me dijeran lo increíble que era aquella vuelta de tuerca, terminó por decepcionarme, o anticiparme a lo que iba a ocurrir. Por aquella época no sabía mucho de cine, y más allá de que me pareció el final ciertamente inflado, no fue algo que me molestó de sobremanera. Sin embargo, viendo el resto de la filmografía de Shyalaman me di cuenta de que no tardó en convertirse en un one-trick-director. Sus filmes eran teleológicos, pero en el mal sentido de la palabra. Estaban articulados en base a eso, en el momento de deslumbramiento en donde nos damos cuenta de que el protagonista es un fantasma, o en donde nos damos cuenta de que una pueblo rural del siglo XIX es en realidad una especie de comunidad Amish hipertrofiada, existente en la actualidad. Lo malo de este tipo de finales es que lisa y llanamente nos están forreando. El director sabe algo que nosotros no sabemos y nos lo muestra al final. Está jugando con nosotros. Se dedica a patear la pelota al banderín del corner para encajarnos un contragolpe al final. Diría más, tiene comprado al juez. El es el juez. Las vueltas de tuerca –tal como me lo dijo Darío en una ocasión- tienen sentido en tanto se presenten y tengan coherencia con material ofrecido al espectador. Se puede concebir la omnisciencia del narrador, pero en el caso de este tipo de finales, aquello termina resultando una asimetría molesta, hipócrita, altanera. En cierto modo no sé hasta qué punto Usual Suspects se somete o no a tales imperativos. Hacía tiempo tenía ganas de verla, pero temía aquella triste sensación presenciar el mal envejecimiento del film, o que no está a la altura de su recuerdo. Sin embargo, el final funciona, y sigue impactando cómo se va enderezando la pierna de Kevin Spacey mientras se va de la sala de interrogatorio y al detective se le cae en raelenti su taza de café.
09-Mi mejor amigo (Werner Herzog)
El binomio Herzog-Kinski era un compuesto que en sus uniones y separaciones generaban mayor energía que la de dos núcleos de uranio. Uno ha leído, estudiado, e incluso conocido relaciones enmarcadas en una dinámica amor y odio, pero en la bina H/K el lenguaje se queda corto, o al menos hay que repensar la idea de odio y amor desde sus bases. Porque vamos a ser claros, estamos hablando de dos personas que llegaron a planear la muerte del otro, donde incluso, ante la amenaza que Kinski abandonase el rodaje de Fitzcarraldo, Herzog lo obligó a terminar con una escopeta del otro lado de la cámara. Ante tales situaciones, uno pensaría, "bueno, acá se acabó", pero luego se dieron nuevos encuentros, nuevas cofradías, nuevas películas en donde los conflictos de siempre aparecían, al borde de lo físico, como si fuesen dos polillas drogadas revoloteando alrededor de una lámpara, sabiendo que bastan dos centímetros más, dos centímetros menos, para morir de un golpe de corriente. Y posiblemente los dos eran bombillas y lámparas entre ellos. Dos dopplegängers, todo lo que uno no era lo era el otro, y en su separación nunca iban a ser los mismos –no es sorpresa que aún hoy los films más inolvidables de Kinski y de Herzog son los que estuvieron en colaboración.
Mi mejor amigo siempre pivotea entre el inmenso afecto, el odio y el terror que le generaba Klaus Kinski a Herzog. En el mismo documental, casi se lo presenta, más que como una persona, como una fuerza en bruto indomable, un toro que uno puede utilizar para arado pero que en cualquier momento puede enterrarte una cornada, algo que se ve en la misma comunión con la naturaleza casi romántica que caracteriza la obra y el pensamiento de Herzog.
El día que murió Kinski, Herzog dijo que, en cierto modo, sintió un extraño e innombrable alivio. El destino estaba marcado, nadie puede actuar, vivir como Kinski lo hizo y esperar que su mente, su cuerpo, su piel, sus células, sus mitocondrias sigan sintetizando encimas por energía pasando los sesenta años. Una vez me contó un ex torero que los banderilleros pican a los toros no por el mismo espectáculo –cruento, de acuerdo-, sino por ser la única manera para evitar que se le explote el corazón en la plena corrida. De la misma forma, puede ser que Herzog haya sido ese banderillero que permitió que por lo menos en un tiempo, Kinski no fuera sólo un candidato más para una operación de lobotomía, o un terrorista, o un asesino a sueldo, o un suicida hermoso. Y sin embargo, en la última escena del film, el alemán muestra ese momento íntimo de Kinski con una mariposa subiéndosele a diferentes partes del cuerpo. Kinski juega con ella, sonríe y mira a la cámara, y aquel claroscuro de una bestia sosteniendo algo tan frágil, como una pinza mecánica tomando una bombita de luz, lo hace casi un apax en toda la filmografía de los dos.
Tal final es una de las mayores muestras del cine como un acto de amor.

08-The night of the living dead (George Romero, 1968)
Posiblemente mi favorita de la trilogía de George Romero, The night of the living dead es un dedo en el culo a todas las convenciones narrativas y cinematográficas de Estados Unidos. La historia, en bases generales sigue el manual de instrucciones: muertos vivos tan lentos como persistentes por doquier, mujer aterrorizada huye a casa abandonada, se encuentra con otros sobrevivientes y film que se desarrolla, huis clos, durante el sitio del improvisado refugio. Más allá de que hablamos de George Romero, The night of the living dead sería una película más de género, si no fuese por el final. La joven y esperanzada pareja muere, la chica del comienzo muere, la madre es asesinada por su hija zombi a la que cuidó desde el comienzo del film y el negro que se puso el equipo al hombro desde el principio, luego de lograr sobrevivir a la embestida zombi, muere del disparo de una guardia urbana improvisada para aniquilar la invasión. No sólo contento con eso, el final de la película presenta imágenes de diario mostrando cómo los tipos se llevan al indiscutido héroe del film con ganchos de carnicero, como si fuese un despistado venado muerto en la carretera. Su misma muerte es tan momentánea, tan carente de pathos, que acentúa esa sensación de amargura que sólo tienen las victorias pírricas, esas victorias que duelen más que cualquier derrota devastadora o contundente. Porque a diferencia de Dawn of the dead, donde se da una pequeña reafirmación de la vida en un marco donde todo está perdido (los dos protagonistas escapándose del centro comercial, más allá de que uno se da cuenta que el mundo perdió, y eventualmente ellos sufrirán la misma suerte), The night of the living dead funciona exactamente al revés: la humanidad ganó –al menos momentáneamente-, pero eso no importa, no nos importa, en tanto se mató al único héroe moral del film, aquello a través de lo cual podíamos sentirnos parte de esa humanidad.
Podría decirse que la película de Romero es una de las grandes joyas de la misantropía humana (esas perlas negras y brillantes, aguardando en conchas bituminosas e infectas). Haciendo oídos sordos al componente racista que más de uno podría alegar –en algunas circunstancias más de uno mencionó la similitud de ciertas escenas del sitio con la filmación de las huestes del Ku Klux Klan en El nacimiento de una nación, además del hecho de situarse el film en Pennsylvania, un estado cuyos habitantes no son precisamente los Jefferson-, la película funciona de una manera completamente misántropa, no por la invasión en sí, sino por la forma en que el sitio va desnudando las diferentes formas de intercambio humano en esas circunstancias en donde el instinto de vida llega a resultar lo más mortífero de todo. La mayoría de las películas de grandes catástrofes, en general siempre funcionan como arcos dramáticos para demostrar el eventual ethos de la humanidad en su forma de formar lazos de fraternidad y reorganizarse en situaciones en donde se ve uno a uno completamente desnudo frente al borde de su existencia. En esta película no sucede eso, siendo el padre de familia quien traiciona sistemáticamente a los planes de salvación del negro. El átomo familiar –la base de la sociedad en que vivimos, tal como dicen todos los defensores de la american way of life, y algunos nacionalistas vetustos del estilo-, se muestra como un archipiélago antártico, una organización a lo every men by himself, donde lo que sucede más allá de sus bordes poco importa. El padre de familia insiste constantemente en encerrarse en el sótano y dejar al negro afuera, y es en esa misma técnica de avestruz que se tiende a sí mismo una trampa –y no hay peor trampa que la que uno se tiende a sí mismo-. La familia como concepto en sí implota. La niña despierta de su muerte y asesina a la madre, quien prácticamente se entrega a su fin. El padre, en un último acceso de sabotaje es disparado por el negro –como tenía que ser- y baja hasta el sótano, para morirse en el lecho de su hija. Eventualmente toda la familia resucita y el negro no le tiembla el índice a la hora de aplicar rifle sanitario a cada uno de ellos. En una sinfonía de cuatro movimientos, se pasa aplanadora sobre el mito de la fraternidad, el estado y la familia.
¿Quien necesita poner en un ring a Rousseau y a Pangloss cuando se tiene zombis?

07-Él (Luis Buñuel, 1953)
En materia de cantidad, posiblemente Luis Buñuel sea el director con mejores finales de la historia del cine. Cada uno de sus remates es un mensaje encriptado, el enigma de la esfinge reclamando los ojos de quien intenta resolverlo. La técnica de Buñuel es variada, a veces recurriendo al simbolismo (las ovejas entrando a la capilla en El ángel exterminador), a veces con súbitos estallidos de violencia que se escapan de todo lenguaje (la explosión en Ese oscuro objeto del deseo, o la repentina revuelta y represión policíaca en El fantasma de la libertad, en que no se ve nada más que la mirada de los impávidos animales de un zoológico presenciando aquello), o, y este es mi recurso preferido, introducir un elemento flotante, casi invisible que es como un errante neutrón libre transformando toda la composición nuclear del film. La última escena de Belle de jour no puede ser más ambigua. El esposo que parecía completamente paralizado se levanta, sin la sorpresa que podríamos prever en Catherine Deneuve, y se escuchan, provenientes de ninguna parte, casi como si fuese una alucinación colectiva, las campanillas de la carroza con que comienza el film –la escena del lanzamiento de barro y excrementos a la belleza frígida de la protagonista al comienzo de la película. Esas campanillas apenas audibles son ese neutrón libre dirigiéndose a una fisión inminente, como un barquito de papel remontando una corriente hacia una boca de tormenta.
De toda la filmografía de Buñuel, todo el mundo cita un gran espectro de películas –es uno de esos directores sobre los cuales es casi imposible definir la obra esencial de su carrera- pero casi nadie habla de El (1953). Posiblemente la razón sea que no es una película suficientemente extraña para la gente que busca en Buñuel el perfecto pack de fetichismos y referencias surrealistas, generalmente considerándosela una obra menor, un melodrama folletinesco con el que el aragonés intentaba meterse algunos billetes en el bolsillo. Sin embargo, es en su aparente normalidad que El es un film extrañísimo, yo diría uno de los más enigmáticos de Buñuel. La historia trata sobre eso personales tan buñuelescos, Francisco Galván, un devoto hombre de iglesia que se enamora de Gloria Milalta en un rito religioso curiosamente erotizado. Ella está en pareja pero termina por lograr seducirla, haciéndola eventualmente su esposa. A partir de ahí, se desarrolla el conocido amour fou de la filmografía de Buñuel, progresivamente convirtiéndose en un paranoico celotípico, cada vez más cerca del borde de la desintegración psíquica. Más allá de las reconocibles referencias y la obsesión por la religión y el sexo, la película sería un melodrama más, de esos que abundan en librerías y cine si no fuese por el final. En el momento álgido de sus celos, el protagonista pierde control de sí y comienza a destrozar cual Orson Welles en Citizen Kane todo lo que encuentra a su paso. Es ahí que se aferra a un acto absurdo, como esos ritos que incurren las personas en los pródromos a una agudización de la psicosis para evitar el derrumbe eventual de todo su mundo. El tipo arranca una baranda de la escalera y comienza a golpear, escuchándose constantemente el sonido metálico del choque. Es ahí donde lo apresan y lo internan en un monasterio. Una elipsis temporal muestra que su mujer tiene una nueva pareja y va a obtener noticias de su salud al monasterio. El párroco le dice que está mucho mejor, que encontró nueva tranquilidad bajo el ala del señor. En la última escena vemos al párroco hablando con un Fernando mucho más tranquilo, viendo cómo la pareja se pierde en el horizonte. Cuando podíamos pensar que aquello es un final feliz, redondo, escuchamos perdido en el aire, el sonido metálico de aquel último acto absurdo del protagonista. Tal sonido es una rajadura imperceptible en todo consuelo final que podíamos hacernos del desenlace. No sólo desde su ambigüedad nos hace pensar sobre qué es lo que aquel sonido que expresa, sino que es, en cierto punto, una constatación de las sospechas del protagonista –la nueva pareja de Gloria, es, en efecto, la primer persona en quien depositó sus incontrolables celos. Es verdad que una paranoia como entidad noseológica no puede ser revocada por medio de la verdadera constatación de sus sospechas, siendo más bien determinada por el sistema cerrado y autoafirmativo con el que la persona interpreta el mundo –por más cercano que esté a la realidad, a decir verdad, la paranoia es una locura razonante. Sin embargo, ese último sonido, discreto y perdido en la inmensidad, nos deja la pelota en nuestra cancha, y nos genera un pequeño escalofrío el interpelarnos sobre quién en definitiva creer.

06-Dogville (Lars von Trier, 2003)
Lars von Trier es un perverso hijo de puta. Eso ya todos lo sabemos. Sus películas tienen algo tóxico, una ósmosis misántropa jodidamente coherente que se va metiendo por los poros. Se podría decir que cada vez que veo una película de Trier, me siento un poco peor persona, y eso es algo interesante, algo que muy pocos directores han logrado hacer –Harmony Corine, por cortos momentos; Soddondz, de una manera un poco más obvia, pero igualmente intensa; Herzog, pero de una forma más poética y tamizada; quizás Buñuel, siempre igual adscribiéndose a los terrenos de la religión y la moral.
Trier no sólo es conocido por ser sádico con sus personajes, sino también con sus actores. Björk decidió retirarse definitivamente de la actuación después de su traumática participación en la igualmente traumática Dancing in the dark, y lo mismo pasó con Nicole Kidman, de la que tuvo que prescindir a la hora de hacer Manderlay –extrañamente dando en el clavo, ya que la personificación por diferentes actores de un mismo personaje le da otra profundidad a la noción de parábola cristiana de lo que vá a ser el tríptico de Estados Unidos, tierra de oportunidades-. Según se cuenta, el danés encerró durante un mes a sus actores en un gigantesco hangar donde rodó sus películas, experimentando con ellos como si fueran sus ratas blancas en su propio laberinto de Skinner.
El ideal perverso de poner en escena el terreno en donde se juega el deseo y la culpa no sólo va en el trato del mismo con sus actores, sino con el mismo espectador. Es un Pepito Grillo sifilítico, hablándote al oído con un labio leporino, comido por pústulas, diciéndote cómo las cosas podrían ser de otra manera. En este sentido, el efecto más logrado de todos se ve en Dogville. Nicole Kidman es una mujer misteriosa, intentándose refugiar en un pequeño pueblo del asecho de una organización mafiosa. Al principio, con algo de resistencia, el pueblo la acepta, pero poco a poco la posición de tenerla como una mosca en la palma, a punto de cerrarse el puño, termina llevándolos por otro camino. Porque una caricia se puede convertir en una estrangulación con un solo abrir y cerrar de manos, cuestiones de medidas, más o menos newton de fuerza frente a un objeto blando. Al final la pobre Kidman va siendo objeto de tanta violencia, abusos y violaciones que haría sentir intimidada a la mismísima Coca Sarli. Las mujeres la humillan, los niños le tiran cosas. Se ha convertido en una paria, algo peor que una paria, como esas mujeres colaboracionistas nazis que en la restauración de la libertad en Francia las obligaban a pasear con sus cráneos afeitados, siendo puteadas y escupidas por todo el pueblo. Y lo particular de Kidman es que no está expiando un pecado –como podría decirse de estas mujeres francesas-, es tratada como tal por la mera posibilidad que se le ofrece al pueblo. Te mutilo, no porque quiero, sino porque puedo. Y es ahí que en la explosión de su mismo goce perverso, el pueblo se pisa el palito. Le entregan a Kidman a la mafia, sólo para enterarse de que es la hija del capo principal. La situación cambia por completo y Kidman tiene la posibilidad de vengarse en tiempo y forma. Y es ahí donde se encuentra la maestría de Lars von Trier. Nosotros deseamos que se vengue, queremos que se trague a ese pueblo de mierda como un verdadero monstruo de Leviatán. La venganza es un plato que se come crudo y a nadie le interesa realmente ofrecer su propia mejilla, cuando puede agarrar la cara del otro y pelarle su propia mejilla con una navaja como si se estuviera haciéndolo con la piel de una manzana. Debo admitir que festejé cada disparo, cada casa incendiada, cada niño metódicamente asesinado –la escena de que Kidman le dice a una señora que matará a cada uno de sus hijos por cada vez que llore- y recién después de todo lo sucedido, como quien se despierta en el sótano de automotora 18 luego de una fiesta con un dos putas birmanas y con unas extraña sensación pegajosa en el culo, uno se da cuenta de la resaca culposa de sus propios excesos. Y uno sabe que, más allá de la pantalla, tal como en el final de Manderlay –donde el personaje principal es descubierto convirtiéndose en aquello que nunca quiso ser, aquello frente a lo que luchó-, mientras que estamos viendo el cuarto de hotel destruido en que nos despertamos, sentado en su sillón de cuero está, Lars von Trier, tomándose un whisky, riéndose bajito.

05-Mulholland Drive (David Lynch, 2001)
La otra vez Benito me contaba sobre la primera vez que Bukowski vio Eraserhead. Como todos sabemos, Bukowski nunca fue un gran fan del cine, pero cuenta que en una de esas cotidianas jornadas alcohólicas, sintonizó en la televisión el primer largometraje de David Lynch. Bukowski dice que vio aquella película de principio a fin, sin saber nunca para dónde iba realmente, pero que fue de esos pocos casos en donde todo encajaba. Todo tenía sentido, más allá de que no sabía cuál era. A diferencia de Eraserhead -que sí, es genial, posiblemente más que la película de la que estoy hablando-, esa sensación me sucedió con el final de Mulholland Drive. La película tiene, a la vez que uno de los mejores comienzos que recuerde (no tanto la escena del choque de autos, sino la que viene después, la del tipo hablando con su psicólogo en un diner sobre un sueño que tuvo), un final que cierra todo perfecto, aunque no sabemos qué cierra, porque posiblemente sea un cierre construido como un Ouroboros. Luego de la mujer de pelo azul susurrando “silencio”, la pantalla se funde en negro, y ahí siempre termino mirándome con la persona que estoy viendo la película. El terror de la escena de los viejos, en contraposición de ese final lánguido, humeante y misterioso es una misma prueba de fuego que me ha permitido probar a ciertas personas. Casi en el momento mismo de verlo con alguien, si la persona se queda colgada con el final, se forma una especie de cofradía, uno termina haciéndose más amigo de la persona, por más que lo conozca desde mucho antes (como el caso de el fino, a quien introduje al mundo lynch, a su beneficio o a su pesar, quién sabrá), al mismo tiempo de que si a la persona en cuestión no le cuelga, se quema un puente, se termina rompiendo algo que difícilmente pueda a volver a unirse de la misma forma que antes.

04-Cero de conducta (Jean Vigo, 1933)
La primera vez que vi una película de Jean Vigo fue dos años atrás, en la disquería-librería Virus. Por supuesto, en ese momento no sabía que era de Jean Vigo –ni, a decir verdad, quién era Jean Vigo-, y ciertamente no lo supe hasta unos meses atrás. Nunca llegué a conocer a fondo al dueño de Virus, pero siempre creí (o quise creer) que era un ex punk intentando despojarse, no tanto por dinero, sino por algo más hondo y difícil de cartografiar, de muchas de sus pertenencias provenientes de una vida que quería dejar atrás. Ni bien descubrí aquel oasis perdido en un recoveco oscuro de la calle Mercedes, me convertí en cliente habitual del lugar. Intentaba hablar con el tipo, arrancarle algo de ese pasado que me gustaba llenar con imbricadas escenas inventadas por mí, pero nunca llegué a conocerlo a fondo. No supe cómo se llamaba –nunca se dio la ocasión de preguntárselo-, y le terminé bautizando con el nombre de su local, porque, a fin de cuentas, él y su local eran para mí una entidad indivisible. Es así que cada cosa que compraba me generaba una extraña culpa, como si le estuviera extirpando un órgano, o alguna hueso de su cuerpo. Más que nada, me resultaba extraño cómo te vendía un disco de Jesus Lizard, o una edición inconseguible de Zap Comics como si fuesen 200 gramos de lionesa primavera. Un par de veces –esto es verdad, no es un mero lirismo mío para embellecer el post- le llegué a pagar más de lo que me pedía por la lástima que me daba la forma en que se iba despojando de todo lo que alguna vez llegó a estar en una mochila de cuero llena de batallas perdidas, en un cuarto sucio que supo ser suyo, o en la casa de una novia olvidada, reposando en esas cajas de cartón llenas de discos, libros y preguntas que todos conocemos. Pero aún así, un día, luego de pasar vacaciones en un balneario de la costa de oro, pasé por Virus y aquello se había convertido en un inmundo kiosko azul regenteado por una mujer fea, con posters de Nevada, el Quini y Yerba Canarias cegando a vidrieras en que unos meses atrás supieron tener al Please Kill me y una biografía de Siouxie and the Banshees. Ahora intento reordenar aquellas imágenes y se me borran. Lo que sí recuerdo fue el último día que vi a Virus. Me había dado cuenta de que estaba llegando demasiado tarde a una clase y decidí visitar el lugar para pedirle que me reservara unos números de Molecular (un fanzine con más empeño que estilo impreso en Solymar el año 1992). Cuando entré, el bigotudo estaba viendo un film en su computadora junto a otro veterano. Estaban bastante concentrados en una película en blanco y negro, con unos aristócratas tomando sol en una playa similar a aquellas imágenes de la playa Pocitos de principio de siglo. Me quedé viendo un poco y los tipos me dijeron que era un documental sobre Niza, y que era muy mala leche. Miraban los malecones, las mujeres de alta clase subiéndose las polleras para saltar un charco y cada tanto replicaban riendo “qué hijo de puta, que mala onda che”. Me resultaba completamente extraño, yo lo único que veía con el rabillo del ojo eran imágenes de la alta sociedad, palmeras silenciosas, monóculos, perros pitucos levantando la pata. Ya empezaba otra clase y me despedí de ellos. Cuando cerré la puerta escuché nuevamente “qué hijo de puta”. Luego vino el verano y cuando volví me encontré con aquel kiosko que no me daba el valor de apedrear.
Durante dos años anduve buscando aquella película de Niza. A medida que la buscaba, me daba cuenta de que no buscaba a la película, sino a Virus, el local y la persona, que existia por medio de ella. Como casi todo en la vida, encontré mi ruta a Niza en el momento en que dejé de buscarla. En Videoimagen hay un DVD con toda la filmografía de Jean Vigo (bah, “toda”, a recordar que la temprana tuberculosis que le dio muerte sólo le permitió grabar cuatro películas) y lo alquilé queriendo ver Cero de conducta. Venía con una película extra. Cuando la puse, fue de esos momentos mágicos, que eran como un breve guiño, como una carta de alguien importante encontrada olvidada dentro de un libro. Y fue ahí que pude darme cuenta de que sí, Virus y su amigo tenían razón, A propósito de Niza es una película muy mala onda. Luego de ver esta película y Cero de conducta, hay algo que queda claro: Vigo no es el más reconocido cineasta surrealista (no es surrealista in stricto sensu), pero técnicamente es el más brillante de todos. Los raelenti, las apariciones y desapariciones de objetos parciales, las filmaciones hacia atrás, el montaje psicológico y los fundidos, todo realizado como sólo quizás haya podido realizar Jean Cocteau, y de una manera mucho más sutil y orgánica. Cero de conducta en sí es un canto de cisne a la rebeldía juvenil, en la cual, tras su espíritu naive, se encuentra algo completamente revolucionario, una risa socarrona de dientes afilados, unos labios rojos que no se saben si son de sangre o carmín. La película tuvo un remake libre realizado por Lindsay Anderson, If…, que contaba con la actuación de Malcom McDowell, ya jodidamente anárquico previo a su encarnación en Alex de Large. El final de If... es de esos momentos particulares en los que uno no puede reparar en lo que está observando. En una institución de vieja raigambre aristocrática, se prepara la fiesta de fin de cursos. McDowell, su amigo y una mujer que uno nunca sabe si es verdadera o fantasma de su propio espíritu rebelde se suben al techo de la institución y comienzan a ametrallar y lanzar bombas a todos los padres, curas, profesores y exmilitares que salen de la escuela. Tal final es un No! gritado hasta dehilachar las cuerdas vocales, un acto de negación radical que no tiene ningún fin más que ese: el darse de lleno contra una pared para escuchar la armonía de los huesos quebrándose. McDowell y cia saben que no se van a salvar, pero igual no importa, seguirán disparando hasta que se le acaben las balas (¿no sería lo mismo que pensaban Eric y Dylan, justo antes de convertirse en pastelillo preferido de revistas matutinas que hablan de lo mal que está la juventud?). Sin embargo, lo más interesante sucede cuando se coteja las dos películas en cuestión. A diferencia del final sangriento de If…, Cero en conducta parece codificado desde un dialecto infantil, con la muerte a la autoridad reubicada como un acto simbólico –el izamiento de la bandera negra con la calavera y los huesos cruzados-, por así decirlo, con las versiones veladas de los cuentos para niños, y sin embargo, como sucede con toda fábula –que a fin de cuentas son envases alternativos para hablar de sexo y muerte-, el contenido y hasta la forma llega a doblar en violenta rebeldía su versión más contemporánea. Cero de conducta es una película completamente amoral, con una ironía incendiaria dignas de Mark E. Smith en donde las figuras de autoridad son reducidas a enanos barbudos, el cuerpo de maestros y padres convertidos en obscenos maniquíes, con auténticos actos sacrílegos, homoerotismo jugando al borde y desnudos integrales de niños. Es un caramelo envenenado, un parque de diversiones con hojas de afeitar en sus toboganes. En fin, una película que sólo podría filmar el hijo de un ilustre anarquista misteriosamente suicidado en prisión.
Cero de conducta con ese final tan lindo y a la vez tan jodido es, en definitiva, la película punk, desde lo más greilmarcusiano del término. Y todo esto se lo querría comentar a Virus, pero ya se debe haber encarnado en otra persona, en otro local, vendiendo discos que nadie sabrá qué son, en alguna otra Mercedes invisible del mundo.

03-Aguirre, la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972)
Cuando lleguemos al mar, construiremos un gran barco. Iremos al norte y arrancaremos Trinidad a la colonia española. Desde allí seguiremos navegando… y le quitaremos México a Cortés. Qué traición más grande. Entonces toda Nueva España estará en nuestras manos y pondremos en escena la historia… como una obra de teatro… Yo, la cólera de Dios, me casaré con mi propia hija, y con ella fundaré la dinastía más pura. Juntos… reinaremos todo este continente. Resistiremos… Yo soy la cólera de Dios… ¿Quién está conmigo?
Solamente escrito ya es suficiente para helar la sangre. Pero al ver a Klaus Kinski –porque nadie, absolutamente nadie que no fuera Kinski podría haber protagonizado esa película- andar río abajo, completamente sumido a su último delirio megalomaníaco, mientras los monos invaden una barca en donde todos posiblemente están muertos, es el final más épico y trágico de la historia del cine.
Una vez me contaron de un internado particularmente violento que en la colonia Echepare andaba con un palo, golpeando todo lo que se le interpusiera en su camino, diciendo que era la pija de Dios. No sé si vio la película, pero es la viva imagen de lo que es Klaus Kinski en el film. La gente suele asociar la locura con cosas completamente extrañas a nosotros, pero generalmente hablan de nosotros mismos más que nuestra normalidad. En Aguirre... el final funciona, metonímicamente hace clic, porque toca esa pequeña fibra, aquel kraken dormido que llevamos dentro de nuestro corazón, y que sólo lo vemos en un arranque de ira, tras la supervivencia a un accidente de auto, o en medio de una caligulense jornada marquera. El poder como última droga, no una irrupción de la ley, sino un más-allá-de-la-ley, como el delirio último que nos enfrenta al mismo Dios, no es cosa nueva, y ya está en los mitos griegos, así como en el Coronel Kurtz de Apocalipsis Now, o el Tony Montana de la merquera y exagerada remake de Scarface, o el Frank-n-Furter de The Rocky Horror Picture show, pero también en John de Leyden, Gilles de Rais, Hitler, Ceacescu, Stalin, incluso en mí, cuando me agarrás en alguna de esas noches extrañas.

02-Blow up (Michelangelo Antonioni, 1966)
Swinging london, Cortázar, Las babas del diablo, Jane Birkin en tetas, Stroll on, Jimmy Page perdido por ahí y Jeff Beck destrozando una guitarra ante un publico que más que público es un fresco de naturaleza muerta, el fotógrafo revolcándose en el set con sus modelos, los negativos, el cuerpo perdido, esa pareja discutiendo al comienzo del film, el parque y el misterio irresoluble. Thomas se enfrenta a lo inenarrable del misterio (un misterio que es tanto sustantivo como verbo, un misterio que se va de lo puntual y se acerca a lo ontológico). El cuerpo estaba ahí, lo vio en la foto, pero cuando lo va a buscar, ya no está ahí. Camina cabizbajo y en una ruta sinuosa un grupo de mimos atravesando el campo a toda velocidad estacionan y se ponen a jugar un partido de tenis. Thomas, sin mucho más que hacer, se acerca al alambrado a presenciar el partido. No hay pelota, pero todos parecen verla, giran la cabeza en cada golpe de raqueta, yendo del campo de uno a otro de los contrincantes maquillados. Uno de los mimos le “pega” demasiado fuerte a la bola y sale disparada por encima de la cancha. La cámara –y esta es una imagen que vale por diez películas de Antonioni’s wannabes- sigue el trayecto de la bola, incluso reflejando un pequeño rebote cuando da contra el pasto. Los mimos se quedan viendo a Thomas y le piden con ademanes si le puede devolver la pelota. Thomas duda un segundo, los mira, mira hacia el suelo y piensa una vez más. Es entonces que se acerca y recoge la bola invisible y se la arroja a los mimos. A diferencia de aquellos que dicen que en las películas de Antonioni no pasa nada, en sus finales suele pasar mucho, por más que todo suceda a otra frecuencia, como esos indistinguibles sonidos que pueden hacerle sangrar el oído a un perro. Nadie sabe qué significa realmente la explosión repetida una y otra vez al final de Zabriske point, y nadie sabe realmente qué representa ese papel flotando en un tacho agujereado al fin de El eclipse. Pero funciona. El final de Blow Up es el único que podría existir para tal thriller epistemológico. Al fin de cuentas –y también incluyendo a Las babas del diablo, el cuento de Cortázar en el que se inspiró el tano- la obra es un drama platónico sobre el saber, la forma en que uno puede conocer algo, sabiendo que siempre todo se limita a ser observado desde su juego de sombras. El cine en cierto modo ha ordenado un montón de cosas que en un principio se encontraban en perfecta armonía con su fragmentarización. Si la materia prima base del cine es el tiempo (porque el cine sin tiempo, sin el tiempo que rige el encadenamiento de las imágenes, no es más que pura fotografía –aunque por ahí Chris Marker me caga esta teoría), el montaje no es otra cosa que el último y más eficaz intento por controlar y empaquetar aquello que siempre lo habíamos tomado como algo imposible de controlar del todo. Y la cámara (y la pantalla también) terminó resultando un vidrio polarizado tranquilizador que nos separa del mundo en su verdadera naturaleza.
El final de Blow Up no sólo funciona para Thomas, quien termina asumiendo el misterio irreductible de la vida, sino frente a nosotros mismos. Sin torcer las cosas mucho, Blow Up es un fin metacinematográfico sobre la linterna mágica que vemos como niños, confundiéndonos las proyecciones con la realidad. Así como Thomas, uno, al final de cada película, ya sea cuando se levanta de la butaca o cuando se incorpora de la cama en calzoncillos a hurgar en el último resto de comida que haga interesante la madrugada, por un momento también se agacha y devuelve esa bola mágica, dándose cuenta de ese hechizo momentáneo que nos hizo sentir miedo, calentarnos, ponernos contentos o moquear con meros fotogramas en movimiento estampados en una pared.

01-City Lights (Charles Chaplin, 1931)
Tal como lo dice Zizek en Goza a tu síntoma, en toda la historia del cine, Luces de la ciudad es tal vez el ejemplo más descarnado de un film que apuesta todo a su escena final, siendo la completa extensión del celuloide un mero puente extendido, una excursión necesaria para ese último coup de grace. Luces de la ciudad es la historia de un vagabundo y una muchacha ciega que lo confunde con un hombre rico. A partir de una serie de desencuentros, Chaplin no sólo es confundido por la ciega como un rico, sino también por un acaudalado mecenas, que cada vez que está en pedo lo trata como si fuera un invitado de honor (pero que cuando sale de su borrachera no tiene idea de quien es él). En este juego de sombras, Chaplin logra que el señor rico financie una operación ocular a la ciega, jugada que termina costándole la libertad, siendo acusado de robo y encarcelado. Pasa un tiempo y la operación ocular de la muchacha ha sido un éxito, no sólo recuperando la vista, sino también convirtiendo en un suceso la florería en donde trabajaba. Sin embargo, más allá del tiempo pasado, siempre espera aquel benefactor, anticipándose a su encuentro –y decepcionándose sistemáticamente- con cada hombre rico que aparece por la florería –no sabe cómo es su rostro, pero aspira a reconocerlo por la voz. Es ahí que viene la escena final. Chaplin acaba de salir de la cárcel, está caminando completamente desgarbado por la calle y al pasar por la vidriera de la florería, saluda a aquella mujer de la que estaba enamorado. Ella lo trata con cariño, pero con ese cariño mezquino, rayano con la lástima, esa desesperante cortesía que tienen las mujeres que se saben bellas con algunos de nosotros. Chaplin no va a decir nada, está dispuesto a ver todo detrás de la vidriera, seguir caminando, feliz por su pequeña victoria anónima. Pero ella se le acerca y le va a regalar una flor, y es entonces al agradecerle donde al tomarle las manos la chica dice “¿Tu?”, Chaplin asiente con la cabeza y le pregunta “¿Puedes ver ahora?” y la mujer le contesta “Sí, ahora puedo ver”. Vemos la cara de Chaplin, con esos ojos trepidantes que están tan cagados de miedo como emocionados, esos ojos que más de alguno de nosotros debe haber tenido en algún momento (con diferentes resultados), y entonces hay un fundido en negro y la película termina.
Hoy en día, con la neurosis costurera del cine, probablemente no se habría admitido un final así. Sin embargo, el final no puede funcionar de una manera más poética y poco importa lo que ocurra después, dentro o fuera de nuestro televisor, porque ese momento al menos es nuestro, y no hay sis ni nos que nos lo puedan arrebatar. Chaplin decidió cortar el film en ese momento de indecibilidad absoluta, recurriendo a una depuración completa de uno de los mejores y más sencillos diálogos que recuerde en los anales románticos de la historia del cine. La mujer puede ver, pero ve mucho más que lo que le permite una operación de glaucoma. Es ese momento ínfimo de las relaciones en que uno por primera vez ve a alguien, no por lo que representa, si no por la indecibilidad de lo que es, ese momento en donde dos personas se encuentran desnudas, con su onda, sus bandas o directores favoritos, su fama de malos o buenos amantes, sus posibilidades de caerle bien a sus respectivos suegros, sus amigos, sus guiñadas y sus ojeras, sus colchones y sus excursiones, sus barrios y su escuelas, sus apellido y sus apodos, como unos pantalones arrugados en el suelo.
No recuerdo ninguna escena del cine o de mi propia vida que capture con tal perfección tal momento. Ahora, viéndolo de vuelta, mi fanatismo por tal final comienza a adquirir un matiz distinto. Repito una y otra vez el rostro de Chaplin, y ahí me doy cuenta de que aquello me fascina tanto porque es mi propia noción privada de amor que me gusta tener alambrada, para observarla como un animalito pastando en una reserva para seres en peligro de extinción. Llega la certza: me quedo viendo esa escena por las mismas razones que hicieron decir a Lou Reed que a partir del primer beso, todo va cuesta abajo. Y me da miedo saber que nunca quiero saber lo que sucederá después, porque no hay nada que me interese más que esa historia, los rodeos a través de los cuales uno se funde con otro, las pequeños cuentos que se cuenta uno a sí mismo anticipándose o recordando algo que podría suceder o ya sucedió. Y me pongo a pensar si todo seguirá así así, si el resto de mis historias van a terminar como Luces de la ciudad, con esa última palabra y el fundido el negro, el fundido negro y el telón que se baja y se vuelve a abrir, para proyectar de nuevo Luces de la ciudad, en un teatro que tiene una sola butaca con mi nombre bordado en dorado sobre el terciopelo carmesí, como esos cines arteplex que pasan la misma película una y otra vez. Y lo más jodido es que mientras pienso todo esto, lo único que me preocupa es conseguir un poco de pop, porque empieza de nuevo la función.

Epílogo escrito un viernes, dos meses atrás
No quiso cerrar la puerta. Le digo, bueno, me tengo que ir y tomo el pestillo, casi sin reconocerlo, como un ciego buscando el bastón en su eterna oscuridad. Cerré la puerta. No pude hacerlo rápido, lo tuve que hacer lentamente, observando cada centímetro de ella que desaparecía, con sus piernas separadas, con su vista fija en el suelo. La puerta cerró, y ahí me di cuenta de que todo eso realmente estaba ocurriendo.
Camino por Lugano con un portarretratos en la mano. Era nuestro portarretratos. Era su portarretratos. Había veces que acostado en su cama me quedaba mirando el techo y de reojo la veía hacer ciertas actividades inocuas, barrer algunos pelos que quedaban en el suelo, reacomodar unos libros, verse reflejada mientras miraba una mancha en el espejo. Y siempre terminaba en el portarretratos. Yo hacía como que escuchaba música, o como si estuviera contando las manchas de humedad del techo, pero de reojo la miraba tomar el portarretratos, limpiar el vidrio y mirarnos a nosotros dos con una sonrisa, que temblaba como un botón de escote apretado, a punto de desabrocharse. No decía nada más, se quedaba viendo el portarretratos, yo con mi campra alemana, ella con un abrigo peludito, y le pasaba una franela, lo volvía a poner en su mesa y se dirigía a mí como si aquello, aquel pequeño gesto fuese una pequeña manía imperceptible, como un perro que esconde un hueso pensando que nadie lo percibió. Y por alguna razón yo me hacía el boludo y no le comentaba nada sobre aquello. Era nuestro portarretratos. Era su portarretratos. Y ahora estoy caminando por Lugano. Viernes, tres de la mañana. Soy un hijo de puta. Soy un asesino. Soy un asesino con una navaja oxidada, con la luna brillando sobre su filo. Soy un asesino con un portarretrato, con la luna brillando sobre su filo. Soy el amo de las palomas. Sé donde mueren por plombemia, en cementerios ocultos en casas y catedrales abandonadas. Soy un sepulturero de paredes grises. Camino por Lugano y sé que no voy a volver. Cuando vuelva, si es que vuelvo, la calle se habrá movido a un lugar donde el clima y los usos horarios son distinto. Camino por la calle adoquinada, giro sobre mis talones, no para encontrarla a ella, sino para despedirme de los jacarandás que se levantan contra 19 de abril. No llevo los lentes, se robaron otra vez el cobre de los cables, el violeta de los jacarandás no se deja ver en la oscuridad. Camino y a la altura de Aiguá se huelen los floripón y las dama de la noche. Por ahí siempre íbamos a comprar cervezas al Devoto. Y por ahí también paseábamos a Ramón. Y por ahí había un grafiti de una banda horrible que a ella le pareciá horrible y a mí también me parecía horrible, pero que no se lo admitía, sólo para molestarla un poco. Y después la otra calle, y los 185 que me doy cuenta de que más allá de todo seguirán pasando por ahí. Camino unas cuadras, pienso en qué bolas fueron entrechocándose para que terminara caminando por el prado, viernes a las tres de la mañana, con un portarretratos en la mano, como un loco que se fugó a través de una ventana mal cerrada. Llego a Suárez y llamo a Ezequiel. Está en una fiesta, me invita a ir y trato de decirle lo que sucedió. Mi voz se quiebra, entre la sorpresa, Ezequiel me dice de ir al bar donde está, pero yo no logro articular palabras. Las pienso, pero salen desordenadas, astilladas, o quebradas. Corto y pasa un taxi con su banderita roja guiñándome con un ojo inflamado. Subo al auto y la morsa con su pucho saliendo de sus dos enormes colmillos me dice “usted dirá, maestro”. Intento decir algo, pero no sale nada. Pasan veinte segundos, tomo un respiro y pasándome el antebrazo por los ojos logro decir algo. Lo pienso, como esas víctimas de accidentes automovilísticos que tienen que pensar cada costoso paso que dan agarrados de baranda en sesiones de fisioterapia, y le digo “Po-citos”. Intento mirar para afuera pero el Prado me enceguece. Pienso en todas las veces que pasé por ahí. Divago en cálculos: cuántos litros de cervezas tomamos juntos/cuantos pesos gastamos en el videoclub de Willy/cuántas veces pasé por el kiosko del canario a comprar condones. Pienso en esto y miro para abajo. En el cuero negro descansa bocabajo el portarretratos. ¿Los bebés debían dormir bocarriba o bocabajo? ¿Será sólo por la promesa del cielo que se entierran a los muertos bocarriba? ¿Por qué siempre dormía del lado de la derecha en su cama? Su-cama. Mantengo la frente apoyada contra la ventanilla. La morsa se ríe y mientras tira ceniza desde su ventana mira hacia atrás y me dice “che, decile algo a esa rubia que te está mirando”. Miro a mi derecha, y en un Peugeot una rubia muy linda me mira con cara de lenta sorpresa, como quien ve a una boa devorarse a un ratón. La miro un segundo. Es linda, es verdad. Bajo la mirada, me enjuago los ojos con mi antebrazo y le digo a la morsa “no tengo nada que decir”. El tipo entiende y dice, mirándome por el retrovisor “bueno, entonces le damos un par de bocinazos y resolvemos el asunto”. La aleta toca la bocina y el coche toma una curva pronunciada. El auto toma un camino oscuro. Posiblemente en cualquier momento saldremos a Garibaldi. Me saco los championes, pongo el derecho encima del izquierdo, pero los perros siguen ladrando.